miércoles, 11 de marzo de 2015

La toalla





El autocar me dejó en la mismísima playa. Eché a correr como un poseso. Me fui descalzando y quitándome la camiseta a trompicones. La arena quemaba las plantas de mis pies, pero no me importaba. Saqué con prisas la toalla de baño, las cremas, las zapatillas y las gafas de sol y las coloqué desordenadamente en un pedacito de arena libre que quedaba a la orilla del mar. Llevaba puesto ya el bañador por lo que nada me impidió salir corriendo y tirarme sobre la primera ola que rompía al borde de la playa. Qué sensación el primer baño de mar ese verano. Nadé como si me persiguiera un tiburón, saboreando el regusto a salado y la sensación de picor del sol al calentar las gotas de mar en mi espalda.

Gocé como un niño pequeño en su hora de baño. Hice cabriolas, atravesé por debajo las olas, me mecieron las mismas haciendo el muerto. Al cabo de un buen rato de desfogar mis ansias de baño, busqué con la mirada el borde de la playa para tratar de descubrir dónde había dejado mi toalla. No había fijado ninguna referencia antes de meterme en el agua por lo que desde lejos no descubrí mis pertenencias. Bueno, era cuestión de salir del agua y recorrer bien a derecha o a izquierda el borde hasta localizar mi toalla, con sus dibujos en verde y marrón. Cuando ya hice pie fui caminando en vez de nadar. A los pocos pasos noté algo que me rozaba en la ingle. Algo meloso y suave. Bajé la vista y apenas pude descubrir una especie de seta grande, transparente, que se desplazaba hacia un lado. Una medusa. Sólo de pensarlo ya me picaba la zona que había tenido contacto con ella. Me apresuré a salir y miré a ambos lados. Nada. No se veía mi toalla por ningún sitio. La marea me habría desplazado sin darme cuenta. Comencé a caminar hacia donde mi intuición me llevó. La picazón iba en aumento pero evitaba rascarme, debido a lo delicado de la zona.

Qué alivio. Por fin descubrí mi toalla. Al parecer habían puesto otra pegada a la mía y habían plantado una sombrilla en medio. Qué bien. Me senté en ella, alargué la mano y cogí el tubo de la crema sin mirar. Lo destapé, unté una buena porción en el dedo y, tapándome con parte de la toalla, me froté la parte picajosa, notando en principio un cierto alivio. Cómo el bañador me rozaba bastante donde me picaba, decidí quitármelo, enrollando la toalla a mi cintura. Decidí irme a buscar el apartamento que tenía contratado. Al echar a andar divisé a dos espléndidas jóvenes que venían corriendo hacia mí, haciendo aspavientos con los brazos. Intrigado, esperé a que llegaran a mi altura. La primera que llegó, trató de quitarme la toalla enrollada en mi cuerpo, al tiempo que vociferaba como una loca que era suya. Forcejeamos y en el tira y afloja, me quedé como Dios me trajo al mundo. No se cómo, conseguí convencerla para que me dejara la toalla mientras aclarábamos el tema.

Quedó claro el malentendido y fuimos los tres por la playa hasta que encontramos mi toalla. Hasta última hora no me acordé de la crema que me había dado y al comentarlo, entre risas, me dijeron que el tubo contenía una crema colorante para teñir de rubio el pelo. No quise ni pensar, cuando volviera a mi casa, qué explicación creíble contaría para justificar el nuevo color de mi vello púbico. No obstante, tengo que decir, que la joven de la toalla se ofreció amablemente para facilitarme un producto que me aliviaría los picores. Esa tarde pasé por su apartamento a recogerlo. Se me hicieron cortísimos los quince días de playa y sol que disfruté ese verano.


Rabo de lagartija

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