sábado, 27 de enero de 2018

¿Quién da la vez?





Tengo que madrugar más. A esta hora hay una cola en la pollería y en la pescadería que me va a retrasar casi una hora. Llevo la lista de lo que tengo que comprar. Una señora se acerca y pregunta: “¿Quién es la última?” Me reprimo para no decirle una tontería y le respondo educadamente: “La ultima es usted, y va detrás de mi”. También me podía haber puesto en plan gracioso y haber respondido: “Servidora”. Algún día se darán cuenta que también vamos los hombres a la compra.

He dejado a Lucía en casa, sentada leyendo un libro. Hasta que no se recupere de la rotura de fémur por caída, he asumido las tareas caseras. La verdad es que no se da uno cuenta  de la labor callada y poco valorada que las amas de casa realizan para el buen funcionamiento de un hogar. Lo que ella hace en un par de horas me lleva a mí toda la mañana y acabo estresado, cansado y deprimido al pensar lo que me queda todavía hasta que finalice la jornada.

Casi me toca ya y la señora de delante le está pidiendo mil cosas al pollero: “Me sacas las pechugas, una me la picas y la otra me haces filetes muy finos. Somos muchos en casa. Los cuartos me los haces trocitos pequeños para que cundan. Las alitas le quitas las puntas y les das un golpe. La carcasa  me la echas para hacer caldo, junto con la asadura y las patas me quitas las uñas. Por fin me toca y le pido lo que pone en la lista.

Lucía quiere hacer cosas en la casa pero no la dejo. Han dicho que apoye el pie en el suelo lo menos posible, pero en cuanto salgo a la calle y vuelvo, me doy cuenta que algo ha estado trajinando. Yo, afortunadamente, estoy jubilado del trabajo. Lucía me pregunta que a ella cuando le toca jubilarse de sus quehaceres caseros y disfruta de una pensión. Tiene razón, Debería estar legislado que se reconociera su aportación a la vida familiar como un trabajo que, aunque no remunerado, tenga derecho a pensión. Con ello se podría pagar a una asistenta y crearíamos nuevos puestos de trabajo.

La que va detrás de mi no aparece. Ha pedido la vez en los pollos, la pescadería y en la charcutería. La he visto pasar corriendo varias veces y se para a preguntar si ya le toca. Que estrés, Señor. Me voy a la pescadería y pido la vez. Tengo cinco clientas por delante de mí. Una, que le quite las cabezas y las espinas. Otra que le haga rodajas finas y la cola se la abra. Otra que le saque los lomos y le deje la cabeza y la espina, que le gusta chuparla. Se hace eterno hasta que te toca.


Nuestros hijos vienen a vernos y tratan de ayudar un poco en los quehaceres y limpieza de la casa. No pueden estar mucho rato porque tienen sus obligaciones en el trabajo y en sus casas con la pareja y los hijos. Lucía se pone los galones de sargento y mueve a toda la tropa empezando por el cabo, que soy yo. Quiere que todo quede bien ordenado, limpio y reluciente, como ella suele dejarlo. Creo que nos estorbamos unos a otros en las tareas. Yo no digo nada porque algo me quitan y tengo un poco más de tiempo de relax.

He completado las compras y me voy empujando mi carro hasta mi casa, Antes he pasado por la farmacia para comprar unos medicamentos para Lucía. Según estaba esperando he oído a mis espaldas. a alguien que preguntaba “¿Quién da la vez?”


Rabo de lagartija

La brevedad de la memoria





        Enriquito era lo que en mi pueblo llamamos “un bobo”, que no es lo mismo que un “loco”. El bobo tiene cierto retraso mental, es como un niño eterno y no suele ser agresivo, sino todo lo contrario. Los bobos por lo general son afables y se dejan querer.

        A mi padre, que fue conductor de autobuses hasta que se jubiló, Enriquito solía acompañarlo en aquella su última parada, que estaba en la esquina de su casa, y así, mi padre y el bobo se hicieron amigos. Desde entonces Enriquito solía venir de vez en cuando por mi casa, para que mi madre le hiciera un café, que saboreaba como si fuera ambrosía. Yo le regalaba un par de cigarrillos, que se fumaba uno tras otro, como si fuera el mejor oxígeno. Enriquito murió hace unos años de una infección mal atendida, y poco después su madre también, quizá de soledad y de pena.

        Y anoche yo soñé con Enriquito el bobo. ¿De qué rincón de mi subconsciente brotó la evocación de aquel ser afable pero insignificante, del cual ya nadie se acuerda en el barrio? Le conté a mi madre sobre mi sueño, y ella recordó lo de su gusto por el café y los cigarrillos. Y fue hablando con ella, que va rumbo a los 90, pero que conserva intacta su lucidez, que tuve la noción de la insoportable tragedia de la memoria. Cuando mi madre muera, cuando yo muera, con nosotros, se perderán recuerdos de gentes, de hechos, que sólo sobreviven hoy porque nosotros, en vigilia o en sueños, los superamos y somos capaces de darles algo de vida.

        Se trata de un universo de relaciones, personas, sucesos, encuentros y desencuentros tejidos a lo largo de décadas de empecinada y sostenida permanencia en un rincón anodino, propio de la ciudad, el país… Es una maraña de hechos significativos e insignificantes que hemos ido atesorando, y que se desvanecerán cuando se diluya nuestra existencia, y entonces habrá sido como si todo aquello nunca hubiera ocurrido. Como si jamás en mi pueblo, hubiera existido un bobo hablador y cariñoso, bebedor de café y amante de los cigarrillos, que en cada encuentro solía abrazar a mi padre de un modo tan amoroso, que ninguno de sus hijos, todos mas bien hoscos, pudimos superar.

        El mundo que habitamos está más poblado de muertos que de vivos. Sin embargo, está evidencia se hace palpable cuando uno va entrando en edades calificadas de “provectas”, y se da cuenta que ha convivido con más personas que han muerto que con personas que aún viven, y que forman parte de nuestra memoria.

Quirón

El despertador





            Un zumbido intermitente sonó en la obscuridad reinante de la habitación, despertando al durmiente que yacía en la cama entregado al mundo de los sueños. Tras unos segundos de vacilación el hombre se frotó los ojos para disipar los restos de las brumas del sueño que aún quedaban en ellos, y así  poder  salir de la cama. Fue en ese momento cuando sintió sobre su cuerpo el abrazo de las sabanas para no dejarle marchar.
            Cuando por fin se deshizo de sus opresoras, salió de la  cama rápidamente con dirección hacia la puerta. Una vez en el pasillo se extrañó de no encontrar levantados al resto de la familia, pues todos coincidían a la misma hora  antes de salir cada uno a sus distintas ocupaciones.
            El dueño de la casa tras prepararse para salir a la calle,  entro en la cocina y sus ojos se fijaron en el calendario que tenía enfrente, fue entonces cuando se dió cuenta de lo que había sucedido. Se había olvidado quitar la alarma del despertador y este fiel a su mandato sonó aquella mañana del domingo.
            Al día siguiente lunes, entre sueños le llegaba una voz insistente, sacándole del profundo sueño en que se encontraba. Abrió los ojos desconcertado. Allí estaba él envuelto en las sabanas. Miró el reloj. Se había dormido. La noche anterior se había olvidado en programar el despertador.


IRIS

El olivo





             A la verde verde, a la verde oliva,
             entre tierra y cardos y una zarza oscura.

             Una tarde triste
             al ponerse el sol,
             cuando tu te fuiste
             entre aquel crisol.

             Las montañas altas
             con los pinos altos,
             las laderas verdes
             de matas y cantos.

             El sol de la tarde
             brillaba en los picos,
             con la nieve blanca
             formando abanicos.

             Y en la falda aún
             verdean tomillos,
             con sus flores blancas
             como canutillos.

             Y la verde oliva
             con la oliva verde,
             con su rico fruto
             que nunca se pierde,
             y ese caldo astuto
             que te agarra y muerde.

Trotamundos

sábado, 20 de enero de 2018

El abuelo Damián





    La cámara nos vigilaba según nos acercábamos. Tocamos el timbre y al momento, con un sonido eléctrico, se abrió la puerta de la residencia. Entramos, saludamos en recepción y nos dirigimos al salón común, donde estaría el abuelo con su mirada triste y perdida. Al entrar te daba la impresión de estar en el museo de cera. Personas inanimadas con la vista fija en un punto perdido. Todas tenían en común la decrepitud y la ausencia de emociones.

    El abuelo nos llevaba al parque cargado con  la pelota, la cuerda para saltar y todo lo que se le ocurría para que lo pasáramos bien. Inventaba aventuras entre los árboles, se subía al banco y nos animaba a navegar por aguas infestadas de tiburones y piratas. Otras veces estábamos en la selva con Tarzán y las fieras. Nos contagiaba con su imaginación sin límites y su fantasía desmesurada. Creo que el que más disfrutaba era él.

    Le trajeron la merienda, líquido con espesante para que no se atragantara al beberlo. La sala estaba llena de familiares que intentaban establecer una conversación de normalidad con los residentes. Al fondo había una puerta que se abría con clave en la que atendían a los que estaban en un estado más profundo de inanición física y cerebral.

    En los cumpleaños nos llevaban los abuelos a comer a un restaurante en que había un habitáculo de bolas de dos pisos en los que jugábamos con los primos mientras servían la comida o en la sobremesa. Luego íbamos a la bolera o alguna otra atracción. Nos preparaban una cena opípara y participaban en nuestros juegos como si fueran otros niños.

    Sacamos al abuelo a la terraza para que le diera un poco el aire y le observábamos mirar el paisaje y señalar, de vez en cuando, un diminuto avión que surcaba los cielos. Si le agarrabas la mano, ya no te la soltaba en toda la tarde. Se comunicaba con nosotros a base de apretones de mano. No sabemos lo que nos quiere transmitir porque hace años que dejó de hablar. tampoco sabemos si nos conoce o que siente. No deja translucir ninguna emoción. Come bien, según nos dicen y duerme toda la noche.

    Las últimas Navidades que pasamos con él, no paró de disfrazarse de médico, trompetista, árabe con turbante o cualquier cosa que se le ocurriera. Hicimos competiciones a ver quien ganaba a bailar con la Wi, y vendía cara su derrota. Nos inculcaba su alegría por vivir y disfrutar de todos los momentos de la vida. Otros días que venían a visitarnos los abuelos, nos ayudaba con los deberes o nos daba buenos consejos.

    Es la hora de despedirse del abuelo. Las auxiliares ya están recogiendo a los residentes para la cena. Los llevan de dos o tres a la vez. La fila que se forma me recuerda, en el cine, las caravanas del oeste donde se divisaba una hilera de carretas (aquí sillas de ruedas). El abuelo se va, aunque hace mucho tiempo que se marchó.

    Vamos a verle todas las semanas, y no porque nos sintamos obligados. Tratamos de devolverle todo el cariño que nos entregó cuando éramos unos niños y que tan profundo caló en nosotros. Sólo deseamos que sea feliz en esta nueva vida por la que transita actualmente.


Rabo de lagartija

El hombre del año





        El calendario gregoriano es culpable de que hoy sea 31 de diciembre. Todo se debe al empeño de un calabrés anónimo del siglo XVI, cuya vida se disolvió en el aire.

        Se llamaba, parece, Luigi Lillio y nació, si nació, en 1510 en un pequeño puerto calabrés que entonces era Psycrón y ahora Ciró, justo en la suela de la bota. Pero no hay registro de su nacimiento. En esos años nadie tomaba nota de4 esas cosas. Se supone que a sus 20 años se fue a Nápoles para tratar de hacerse médico. Se supone que no lo consiguió. Se supone que de allí se fue a Roma, pero nadie sabe para qué. Y de llí, supuestamente, a Perugia donde parece que enseño medicina. Quizás tuvo algún hijo, quizás una mujer, un hombre, un perro fiel, quién sabe. Quizás lo entristecía la lluvia, quizás comía cochinillo en la cuaresma, quizás detestaba las exageraciones de Alighiri. Quizás imaginaba que el futuro le pertenecía. Se supone que en 1574 ya estaba muerto, pero tampoco es muy seguro.

        Su vida se disolvió en el aire como tantas, como la enorme mayoría. Alguna vez habría que tratar de calcular cuántos. De los 100.000 millones de hombres y mujeres que vivieron, mantienen algún recuerdo todavía. De la suya queda, pese a todo, algo. Para empezar, hay dos menciones: Esta carta que le mandó el 28 de enero de 1532 su paisano Giano Teseo Casopero, para decirle que en Nápoles no perdiera el tiempo y se concentrara en sus estudios. “Intenta descubrir algo nuevo, de manera que, con el favor de Mercurio, puedas ser tu propio patrón y vender a buen precio tu arte”. Y la carta que mandó el 25 de septiembre de 1552 el cardenal Cervini a un colega en Perugia para que le consiguiera un aumento al “messer Luigi Lillio”.

        Fuera de eso no sabemos nada. Si mera alto y rubio o bajito y dispéptico, si siempre tenía prisa, si le gustaba el vino. Y sin embargo, hoy vamos a beber como cosacos por su culpa.

        Porque el tiempo, en aquellos días, era un caos. El mundo occidental y cristiano se empeñaba en usar un calendario que llevaba 1500 años de problemas. Lo había impuesto Julio César en el 45 a.C., y había sido un gran logro, pero su desfase con respecto al ciclo solar hacía que el equinoccio de primavera ya cayera el 10 de marzo y siguiera avanzando en dirección a enero. El tiempo de los hombres no acordaba con el tiempo del cielo.

        La Iglesia de Roma lo sufría. Los días se le iban de las manos y no conseguían fijar bien las fechas de sus fiestas. El Vaticano necesitaba, entre otras cosas, volver a la tradición de celebrar la Pascua el primer domingo tras el plenilunio que seguía al equinoccio. Se imponía cambia el calendario y no era fácil. No sabemos cómo fue que el seños Lillio pensó que él podía hacerlo. Siempre hay, por suerte, personas que se creen que pueden hacer lo increíble. Lillio escribió un tratado donde explicaba el plan: Había que eliminar ciertos bisiestos y suprimir 10 días de un plumazo. Los bisiestos, por supuesto, no le importaron a nadie, pero los 10 días despertaron bruta resistencia. Los pobre romanos sospechaban una maniobra de sus caseros para robarles semana y media de alquiler.

        Al fin se hizo, pese a todo. El 5 de octubre de 1582 pasó a ser el 15 de octubre. Lillio ya estaba muerto cuando el señor Ugo Boncompagni, de quién sí sabemos bastante, impuso el calendario que él había diseñado, y al que puso su mismo nombre. Se había inventado uno – Gregorio XIII- porque era Papa, y los Papas hacen esas cosas. El calendario gregoriano es el culpable de que hoy sea 31 de diciembre, que esta noche nos parezca que todo se termina y todo empieza. Luigi Lillio, si es que existió, debe estar muerto de risa.


Quirón

Año viejo y año nuevo





¿Qué ha cambiado?

         Ha salido el sol, sopla el aire frío, hay nubes en el cielo, las personas van y vienen, cada cual anda a su paso, y los perros ladran igual que ayer.

         Ayer era año viejo y hoy año nuevo. Ya ha llegado el año nuevo y las fiestas se han pasado. Todo se parece al año pasado, mucha ilusión y deseos de amor, muchas felicitaciones y abrazos, algo que falta en muchas ocasiones y que tanto necesitamos, muchos deseos de prosperidad y también de consuelo. Pero todo está como el año pasado. Eso sí, la diversión es para los mismos pero con distintas edades, porque a cada cual le toca en una ocasión, porque la vida va cambiando y los años mandan y es ley, y está bien que nos toque a todos, pues todos fuimos un día jóvenes y hoy vemos que todo es igual, y que todo será lo mismo mañana, sólo que con otros colores.


Trotamundos