De vez en
cuando nos sonríen las cosas por un segundo y no debería uno negarse esa
alegría ni intentar sujetarla, porque sabemos, al menos sabemos ya eso, que no
se puede atesorar la felicidad sin arrumbarla.
Los
veranos se suceden pero no todos se aprovechan de igual manera y los veranos
malgastados se amontonan en las cuentas negras de la memoria.
Otros
veranos si dicen su nombre y al recordarlos
se da uno cuenta de que no sucedió ningún prodigio más allá “del prodigio de haber sido capaces
de alimentar el lado mejor del alma” y desechar la sombra enana del árbol
talado.
La sombra
del bien siempre tiene la esperanza de ser feliz antes de cada viaje, pero a
menudo olvida cuanto ha de poner de su parte en la tarea.
Es siempre el viajero el que estropea o
arregla el viaje, poco tiene que ver en esto el barco, la vista desde la habitación,
o el clima. Con el más leve giro de nuestra predisposición, la misma madre se
llevará dos sabores diferentes, según sea la atención que se la preste.
La misma
compañía y los mismos besos serán también dos asuntos diferentes y lo serán
tanto en el presente como en el
recuerdo.
El verano
se llena de significado, hasta en la menor insignificancia, si la predisposición es positiva. Por la misma razón se trasforma
una lectura repetida cuando se acepta que el tiempo va haciendo de nosotros gente nueva.
El viajar
es importante y depende en definitiva de nosotros. Siempre es la misma playa
pero son otros pies. El gesto infinito produce reflejos dispares. Aceptarlo de
buena gana supone abrir las celdas y dejar que los presos del miedo correteen
sin hacerle daño a nadie.
En este
tren de ida y vuelta a casa he pensado en esto. En un verano cualquiera he
vuelto a viajar para atrás y hacia delante de la manera más sensata y sin dejar
de estar aquí.
Hacerse con lo vivido es parte de la tarea de
vivir.
Frente al
vértigo de la edad no hay quien no sepa, que el pasado rejuvenece, que los
fantasmas se agitan, que olvidar es imposible.
Los
veranos hacen cosas con nosotros que no hacen los inviernos, un segundo
detenido bajo el sol refresca la memoria de la piel y el viajero por fin lo
confiesa todo.
Ese viajar
más importante, es un viajar tan limpio como los ojos de un niño.
QUIRÓN
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