Me pillé los dedos con la puerta, en
un intento de impedir el portazo que se adivinaba, por la velocidad con que la
hoja de madera se desplazaba hacia el marco de ésta. El resultado fue que mis
dedos amortiguaron el impacto, pagando un doloroso precio por evitar el
portazo. Como pude, retiré la mano y mire mis doloridos dedos. En ellos se
apreciaba la magulladura que dejaba
traslucir la sangre contenida, mientras una corriente de dolor recorría mi
cuerpo. Pasados los primeros momentos de examinar la situación en que me
encontraba, decidí averiguar el por qué de lo sucedido y,, muy resuelta, traté de
abrir la puerta, pero ésta, en un primer momento, se resistía como si una fuerza
invisible al otro lado quisiera impedirme el paso. Tras un tira y afloja la
puerta cedió, dejándome ver la ventana que se debatía en un ir y venir, en lucha con el aire que entraba por
ella. Rápidamente me acerqué con intención de cerrarla y fue entonces cuando
descubrí lo que pasaba en el exterior.
En el cielo, las nubes se agolpaban y los
truenos y relámpagos anunciaban que la tormenta está cerca. El viento agitaba
los troncos de los árboles de la calle, como si quisiera con su azote arrancar
las raíces que los sujetaban al suelo. La lluvia comenzó a caer fuertemente y
la gente, que en ese momento se encontraban en la calle, corría a cobijarse en
los portales más cercanos, para salvar la lluvia que les caía encima. Los
más atrevidos abrían los paraguas, pero éstos
sucumbían a la fuerza del aire, que doblaba sus varillas, quedando inservibles
y terminando en la papelera más cercana.
El agua empezaba a entrar por la ventana
entreabierta, lo que me obligó a cerrarla rápidamente. Miré de nuevo mis dedos,
seguían amoratados. Cambiaré las uñas, pensé, pero eso llevaría su tiempo y
hasta que esto sucediera, mis dedos me recordarían el portazo.
IRIS
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