sábado, 15 de noviembre de 2014

La importancia de las cosas




         Me pillé los dedos con la puerta. Una ráfaga de aire la cerró violentamente, aplastándome la mano que tenía apoyada en el quicio. El intenso dolor me hizo volver a la realidad. No tenía que preocuparme, era simplemente una revisión rutinaria. La última vez, me dijeron que no encontraban ningún resto del tumor que me quitaron hace dos años en la vesícula. No quisiera pasar de nuevo por la experiencia de la quimioterapia.

         Ahora, tenía que centrarme en la partida de billar que tenía esta tarde. La apuesta con el contrario me afectaba. No me concentraba últimamente al ensayar las jugadas de carambolas. Mi mano derecha agarraba el taco con firmeza, pero en el último momento, cuando tenía que empujar la bola con la suficiente fuerza y, a la ve, suavidad, los nervios me hacían fallar. No debí hacer la dichosa apuesta. Cundo jugaba las partidas sin compromiso alguno, mi experiencia como billarista daba sus frutos. Tampoco me importaba perder y reconocer que el contrario había jugado mejor.

         Esta vez era distinto. De un cambio de opiniones distendido, pasamos a una radicalidad, sin vuelta atrás. Las posturas se habían alejado al máximo, a punto de una ruptura social entre ambos. Buscamos una solución al conflicto mediante un tercero. Éste formuló que, mediante una competición de billar, el que perdiera debía reconocer que el ganador tenía razón.

         Las cinco en punto. El Presidente del club asumió el cargo de árbitro. La voz de la apuesta se había corrido por el centro y había una multitud de jubilados alrededor de la mesa central. Se escuchaban murmullos, conversaciones y alguna que otra voz altisonante. Los espectadores tomaban partido con uno u otro contrincante.

         Me tocó salir a mí. Me puse en postura de inicio y ataqué a la bola con la firmeza de ganar.  Tacada de seis. El contrario hizo siete, yo nueve, él doce, yo quince, el ocho.  Llegamos casi al final y el oponente me ganaba por dos carambolas. Me faltaban cuatro para alcanzar las doscientas. Hice la primera y reuní. Saqué un par de carambolas más y me quedaron las bolas un poco separadas. Era una situación que había resuelto muchas veces con facilidad. Me preparé y, en ese momento, mi mente me empezó a machacar pensando lo que pasaría se perdía. La tensión de mi cuerpo creció y dudé a la hora de atacar. Me salió un golpe más fuerte de lo necesario y además con amago de pifia y fallé. El contrario aprovechó mi fallo y remató la partida.

         En mi vida he pasado más vergüenza y bochorno, por tener que admitir ante toda la concurrencia que, efectivamente tenía razón él, había sido penalti.


Rabo de lagartija

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