Me pillé los
dedos con la puerta. Una ráfaga de aire la cerró violentamente, aplastándome la
mano que tenía apoyada en el quicio. El intenso dolor me hizo volver a la
realidad. No tenía que preocuparme, era simplemente una revisión rutinaria. La
última vez, me dijeron que no encontraban ningún resto del tumor que me
quitaron hace dos años en la vesícula. No quisiera pasar de nuevo por la
experiencia de la quimioterapia.
Ahora, tenía
que centrarme en la partida de billar que tenía esta tarde. La apuesta con el
contrario me afectaba. No me concentraba últimamente al ensayar las jugadas de
carambolas. Mi mano derecha agarraba el taco con firmeza, pero en el último
momento, cuando tenía que empujar la bola con la suficiente fuerza y, a la ve,
suavidad, los nervios me hacían fallar. No debí hacer la dichosa apuesta. Cundo
jugaba las partidas sin compromiso alguno, mi experiencia como billarista daba
sus frutos. Tampoco me importaba perder y reconocer que el contrario había
jugado mejor.
Esta vez era
distinto. De un cambio de opiniones distendido, pasamos a una radicalidad, sin
vuelta atrás. Las posturas se habían alejado al máximo, a punto de una ruptura
social entre ambos. Buscamos una solución al conflicto mediante un tercero. Éste
formuló que, mediante una competición de billar, el que perdiera debía
reconocer que el ganador tenía razón.
Las cinco en
punto. El Presidente del club asumió el cargo de árbitro. La voz de la apuesta
se había corrido por el centro y había una multitud de jubilados alrededor de
la mesa central. Se escuchaban murmullos, conversaciones y alguna que otra voz
altisonante. Los espectadores tomaban partido con uno u otro contrincante.
Me tocó salir
a mí. Me puse en postura de inicio y ataqué a la bola con la firmeza de
ganar. Tacada de seis. El contrario hizo
siete, yo nueve, él doce, yo quince, el ocho.
Llegamos casi al final y el oponente me ganaba por dos carambolas. Me
faltaban cuatro para alcanzar las doscientas. Hice la primera y reuní. Saqué un
par de carambolas más y me quedaron las bolas un poco separadas. Era una
situación que había resuelto muchas veces con facilidad. Me preparé y, en ese
momento, mi mente me empezó a machacar pensando lo que pasaría se perdía. La
tensión de mi cuerpo creció y dudé a la hora de atacar. Me salió un golpe más
fuerte de lo necesario y además con amago de pifia y fallé. El contrario
aprovechó mi fallo y remató la partida.
En mi vida he
pasado más vergüenza y bochorno, por tener que admitir ante toda la
concurrencia que, efectivamente tenía razón él, había sido penalti.
Rabo de lagartija
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