Marcial afirmaba
que era un hombre entero, un poquito recogido. No le gustaba que le denominaran
ni pequeño ni enano ni medio hombre. Una deficiencia de calcio en su nacimiento
fue la culpable. El fémur, la tibia y el peroné de ambas piernas no alcanzaron
la medida proporcionada con el resto de su cuerpo. De hecho, medía unos veinte
centímetros menos de su estatura ideal. Esta minusvalía había afectado a su
comportamiento. Ya desde pequeñito no se integraba con los niños de su misma
edad en cuanto a juegos y actividades físicas. Su intelecto se desarrolló, no
obstante, con mucha más celeridad y profundidad de lo que cabía esperar.
Únicamente su tara física le había creado una personalidad apocada, tímida y
solitaria.
Llegada
la pubertad y mientras sus demás compañeros, vecinos y los escasos amigos,
descubrían las complacencias del sexo opuesto, él se retraía con las chicas
ante el temor de hacer el ridículo o de ser motivo de mofas o bromas pesadas.
Ello no fue óbice para que sus ojos se fijaran en una compañera de clase,
Esperanza, a la que apreciaba por no haberse reído nunca de su corta estatura.
Los atributos de mujer ya se habían desarrollado en ella y siempre le regalaba
una sonrisa cuando pasaba a su lado. En su mente se fue forjando un sueño, para
él irrealizable, donde se veía agarrado de su mano haciendo proyectos de
futuro.
Nunca
se había decidido a entablar con ella una conversación, por que no le mirase
desde arriba, ni a proponerle un paseo, dado que sus cortas piernas le hacían
ir corriendo mientras que la persona que iba a su lado andaba con normalidad.
Un día que estaba soñando despierto, sentado en un banco a la salida del
instituto, pasó por allí su amor platónico y se sentó a su lado. A pesar de la
timidez que sentía cada vez que estaba cerca de ella, notó que al estar los dos
sentados sus ojos estaban a la misma altura y podía enfrentarse como igual.
Esto le animó a vencer su cortedad y entablar una conversación trivial que se
fue animando poco a poco. A partir de este día, Marcial esperaba todas las
tardes a Esperanza sentado en el mismo banco, y allí fue alimentando todo el
amor que ya sentía por su compañera.
Sus
padres habían salido para un viaje y su hermana mayor atendía sus necesidades
culinarias. Era muy amiga de verduras y legumbres, por lo que, tanto para comer
como para cenar, le atiborraba de manjares flatulentos. Como era tan retraído,
evitaba a toda costa expulsar el exceso de gases que se acumulaban en su
organismo siempre que estaba cerca de otra persona. Así, poco a poco, fue
desarrollando una técnica de contención hasta que se encontraba sólo y
desahogaba su elemento gaseoso. Un día, al despedir a Esperanza y marchar hacia
su casa, notó una cierta ligereza al andar. La pesadez de movimientos que
normalmente sufría para poder desplazar su cuerpo se transformó en un paso de
bailarina. Apenas apoyaba las puntas de sus pies en el suelo. Alguna causa
impelía su cuerpo hacia arriba haciendo que se sintiera más alto y más garboso
en su caminar. La dieta de su hermana le hacía gravitar.
Durante
varios días observó cómo su cuerpo, después de una copiosa comida, flotaba en
suspensión en el aire a escasos centímetros del suelo. Tenía algunos pantalones
sin estrenar, es decir sin recortar los bajos de las perneras a su medida. Un
día se puso uno, al que mediante un velcro había sujetado los zapatos al bajo,
y probó. Parecía mucho más alto. Lo único que, aunque sus pasos parecían más
largos, avanzaba poco al no hacer presión en el suelo con sus pies. Añadió un
artilugio que unía sus piernas a los zapatos, mediante dos tablillas unidas por
una liga, que le abrazaba por debajo de la rodilla, y que se hallaban pegadas a
otra en forma de plantilla que se introducía en los zapatos, metiendo un peso
en los mismos que hiciera fuerza sobre el suelo. Un día, después de su charla,
ya íntima, con su amor platónico, se ofreció a acompañarla hasta su casa. Había
practicado el nuevo andar hasta que se dio por satisfecho. Caminó al lado de
Esperanza con soltura y elegancia mientras ella le miraba admirada. Al fin le
preguntó cómo había conseguido crecer y él le dio una explicación difusa de un
nuevo tratamiento de los huesos.
Marcial,
una vez normalizada su desventaja, quiso ir más allá en su sueño amoroso y
pensó en besar a Esperanza. Aún le faltaban unos pocos centímetros para que sus
bocas quedaran a la misma altura por lo que, mediante un razonamiento lógico,
compensó la falta con un aumento de su componente gaseoso. Para ello, ese día
repitió platos en la comida y, aunque tuvo que dejar medio desenganchado el
artilugio, alcanzó la altura necesaria para llevar a cabo su ilusión. Charlaron
esa tarde en el banco y la acompañó hasta la puerta de su casa. Llegado el
momento de la despedida, fue acercándose suavemente a la cara de su amada y, al
no notar rechazo, terminó por unir sus labios con los de Esperanza.
Nunca
había soñado con momento tan dulce, además correspondido. Tanto deleite le hizo
olvidarse de sus técnicas de constreñimiento del intestino, el cual por el
exceso estaba a reventar. De repente, cual globo escapado de las manos de un
niño juguetón, salió disparado hacia arriba perdiendo además sus zapatos y el
artilugio que le unía a ellos. Siempre había oído a sus compañeros que cuando
besabas a una chica alcanzabas el cielo. En su caso iba a resultar literalmente
cierto. Como una pluma empujada por un viento ascendente se sentía Marcial.
Veía cada vez más pequeños los objetos que estaban afianzados a la Tierra. La euforia le
hacía aletear como un gorrión nuevo en su primer vuelo. En un momento dado, el
combustible que le hacía volar llegó a su fin. Por un instante le pareció que
iba a quedar suspendido para siempre en el éter del espacio, contemplando el
devenir en la Madre
Tierra. Derretidas sus alas cual Ícaro, volvió a la realidad
y vio cómo le atraían sus raíces terrestres. Plácidamente, comenzó a soñar con
la nueva vida que le esperaba junto a Esperanza cuando aterrizara. Por eso,
comenzó a mover rítmicamente sus brazos en un aleteo jubiloso.
Rabo de lagartija