Su hijo ALI ALÍ, nos cuenta: Realizó su trabajo de doctorado sobre elarte grabado
en el cuerpo de la mujer que lo engendró.
El retrato
de Amina refleja hoy el dolor que
embarga Siria.
Ali Alí siempre estuvo fascinado por los
tatuajes de su madre.
También de sus tías. Eran visibles los de las
manos y la cara. Pero, por ese acuerdo secreto entre madres e hijos, Alí sabía
que había un fascinante oasis de signos y formas cubierto por las ropas.
Se los hacían las mujeres entre ellas.
Hervían ceniza en una olla y esa pasta se
mezclaba con una tinta especial,
el hilo de
leche de una hembra que venía de alumbrar,
y la sangre
que emanaba del pinchazo de la aguja.
Eran dibujos que protegían como conjuros los
órganos vitales.
Enmarcado el ombligo, el signo infinito. En
cada trazo,
una voluntad de sentido y belleza. Y erotismo.
Una sutil simetría de alas y hojas elevándose
por piernas y muslos.
La magia de los escorpiones custodiando la
vulva, el origen del Mundo.
Cuando Ali Alí tuvo que hacer su trabajo de
doctorado en Bellas Artes de Damasco,
pensó en esa obra de arte que lo había
engendrado. El cuerpo de la madre.
Fue un acontecimiento que fascinó a la directora de tesis.
Amina, la madre
de Alí, era portadora de una tradición estética que se revelaba como una
misteriosa vanguardia que atravesaba los siglos, el margen de cualquier canon o comercio.
He visto a
Amina, su retrato. Ella estaba a miles de kilómetros, en una aldea llamada Khatounie,
en la
provincia de Al Hassake, en la Mesopotamia Siria.
No vive pero
nos mira desde uno de los cuadros de su
hijo
Alí. Nos mira
de una manera especial, como apoyada en el muro de una frontera,
la que separa
el país de los escombros y el país de los colores.
En realidad
vivía hasta hace muy poco, hasta hace nada,
así que es
comprensible que nos siga mirando.
Nos mira antes de morir de pena y después de
morir de pena. Porque Amina se murió de pena
el otro día. Cuando supo que su hijo menor,
Jaizan, de 17 años, había muerto
por la
explosión de una mina. Y poco antes un obús destrozó a un sobrino de 16.
Y una de sus hijas acababa de descubrir que el
marido, profesor de filosofía
a quien creían preso por sus ideas, había sido
ejecutado por el régimen fascista
de Bachar el
Asad hace ya tres años. Tres años convencida de que vivía,
tres años enviándole cartas de amor y ánimo.
No pudo seguir, lo siento, Amina.
En su casa Soleiman, el marido, se han criado
22 chicos y chicas.
Todos y los millones de refugiados, están en su
mirada, antes y después de morir de pena.
Es una mirada que no deja de mirar. Que no toca
fondo. Que va más allá del fondo.
Quirón
No hay comentarios:
Publicar un comentario