Las
puertas del colegio se abrieron y empezaron a salir niños y niñas de todas las
edades como si se estuviera quemando el edificio. Algarabía, risas, encuentros
con sus familias, juegos. Qué bonita es la infancia. Sin preocupaciones
mayores, con espíritu alegre, con ganas de cambiar el mundo.
Cuando
Miguel divisó a su abuelo, se le abrió una sonrisa y se le avivaron los ojos.
Salió corriendo con los brazos abiertos y saltó encima del abuelo fundiéndose
con él, al grito de “abuelo…” Damián sintió el cosquilleo en su cuerpo y se
inundó de emoción. Nada era comparable con el cariño de un niño alegre, bueno y
feliz.
Volvieron
andando a la casa de Miguel en una conversación fluida, donde se contaban ambos
sus vivencias, experiencias y ratos buenos y malos. El colegio, los deberes,
las actividades deportivas, los compañeros. Sobre todo ello informaba el nieto
al abuelo.
Hoy
habían tenido que hacer un dibujo cada alumno y también participaron los
profesores. Luego los habían pegado a las paredes de la clase formando un
mosaico de colores y formas. Todos habían dibujado pececitos y habían escrito
algo solidario con un niño que se había perdido y que estaban buscando muchas
personas.
Los
acontecimientos se precipitaron en un final por nadie deseado que hizo llorar
hasta a los hombres más duros. El pececito no nadaría ya más.
Esa
noche, el abuelo tuvo sueños inquietos en el que su nieto Miguel se marchaba de
su lado para siempre. Se despertó llorando y con una opresión en el pecho que
no le dejaba respirar. Poco a poco fue tomando conciencia de que todo había
sido un sueño. Se acordó de esos padres y familiares del pequeño pececito y
comprendió lo que podían estar sintiendo y sufriendo su pérdida. Su mente se
solidarizó con ellos y les mandó ánimos para seguir viviendo y luchando con su
ausencia, siempre marcada por el amor recíproco que vivieron junto a él.
Hoy todos
somos pececitos como Gabriel.
Rabo de lagartija
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