Era para ellos aterrador regresar de
noche cruzando el Monte Viejo.
Muy de mañana lo cruzaban
de ida. Era como un sueño su sonido lleno de vida y esplendor, donde las
encinas se mezclaban con las sabinas, las jaras, los olmos y todo tipo de
zarzas cubiertas de flores. A los chicos, el mayor de 13 años y cinco menos su
hermana, se les llenaba la cara de sorpresa.
Cada ruido, era una vida en
movimiento y todo eran ruidos: una bandada de pájaros se levantaban
sorprendidos por el rebuzno del burro; un gazapo de conejo asustado corría
despavorido buscando su madriguera; las golondrinas piando sobre un endeble
hilito conductor de luz, que sujeto en un poste de madera atravesaba el monte
para que Castrillo, el pueblito sobre la meseta al que ellos iban, pudiera tener luz; las plantas silvestres: tomillo, romero,
jaras en flor, llenando el aire de aromas sutiles...
Corto.
Siempre se les hacía corto el viaje de ida. Procuraban de día regresar, pero no
siempre era posible vender pronto las lechugas, repollos y cebollas de la
huerta (eran el contenido de las alforjas).
Iban un par de días a la semana a vender las
verduras a los pueblos más cercanos. Cinco kilómetros de ida y otros tantos de
vuelta con sus borricos cogidos del ronzal al ir y montados sobre ellos al
volver. Para ello tenían que recorrer un abrupto camino, en el cual, no era el
menor la pendiente de las Hoces del Duratón hasta el fondo, sus 100 metros de
profundidad y sus intrincadas veredas, que conducían al atajo del Monte Viejo.
El
ir, era una aventura, pero volver de noche, era harina de otro costal. Los
alegres ruidos de la mañana eran silencios amenazadores por la noche. El chico
trataba de distraer a su hermana y cantaba aquello de: “Por el mar corren las
liebres..." o descubriendo constelaciones: "Mira, mira”, le decía, “que
esplendoroso cielo. Vamos a buscar la Osa Mayor " y dejaba que su hermana la
encontrara. “¡Pues no veo el Carro! ¿Lo ves tú?” o, “allí está la Vía Láctea , ves que
bien se ve”. Era prodigioso en aquella oscuridad cómo brillaban las
estrellas con el firmamento entero a la
vista.
Así
trataban de esconder el miedo a las fieras de su imaginación. El eco, a través
del cañón de las hoces del Duratón les
trajo la voz de su madre que les llamaba desde la puerta de la fuerza, como si
ella estuviera a cien metros.
Pichóooooon…,
Maríaaaa... Para ellos ese sonido tan querido les
iluminaba el camino como si fuera la
aurora. Ya no tenían miedo. Su madre les esperaba.
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