sábado, 17 de marzo de 2018

El monte viejo





          Era para ellos aterrador regresar de noche cruzando el Monte Viejo.

Muy de mañana lo cruzaban de ida. Era como un sueño su sonido lleno de vida y esplendor, donde las encinas se mezclaban con las sabinas, las jaras, los olmos y todo tipo de zarzas cubiertas de flores. A los chicos, el mayor de 13 años y cinco menos su hermana, se les llenaba la cara de sorpresa.

 Cada ruido, era una vida en movimiento y todo eran ruidos: una bandada de pájaros se levantaban sorprendidos por el rebuzno del burro; un gazapo de conejo asustado corría despavorido buscando su madriguera; las golondrinas piando sobre un endeble hilito conductor de luz, que sujeto en un poste de madera atravesaba el monte para que Castrillo, el pueblito sobre la meseta al que ellos iban, pudiera tener luz; las plantas silvestres: tomillo, romero, jaras en flor, llenando el aire de aromas sutiles...

Corto. Siempre se les hacía corto el viaje de ida. Procuraban de día regresar, pero no siempre era posible vender pronto las lechugas, repollos y cebollas de la huerta (eran el contenido de las alforjas).

 Iban un par de días a la semana a vender las verduras a los pueblos más cercanos. Cinco kilómetros de ida y otros tantos de vuelta con sus borricos cogidos del ronzal al ir y montados sobre ellos al volver. Para ello tenían que recorrer un abrupto camino, en el cual, no era el menor la pendiente de las Hoces del Duratón hasta el fondo, sus 100 metros de profundidad y sus intrincadas veredas, que conducían al atajo del Monte Viejo.

El ir, era una aventura, pero volver de noche, era harina de otro costal. Los alegres ruidos de la mañana eran silencios amenazadores por la noche. El chico trataba de distraer a su hermana y cantaba aquello de: “Por el mar corren las liebres..." o descubriendo constelaciones: "Mira, mira”, le decía, “que esplendoroso cielo. Vamos a buscar la Osa Mayor" y dejaba que su hermana la encontrara. “¡Pues no veo el Carro! ¿Lo ves tú?” o, “allí está la Vía Láctea, ves que bien se ve”. Era prodigioso en aquella oscuridad cómo brillaban las estrellas  con el firmamento entero a la vista.

Así trataban de esconder el miedo a las fieras de su imaginación. El eco, a través del cañón de las hoces del Duratón  les trajo la voz de su madre que les llamaba desde la puerta de la fuerza, como si ella estuviera a cien metros.

Pichóooooon…,   Maríaaaa...  Para ellos ese sonido tan querido les iluminaba  el camino como si fuera la aurora. Ya no tenían miedo. Su madre les esperaba.

QUIRÓN



No hay comentarios:

Publicar un comentario