Lo dijo la autora en el debate en
torno a la Maternidad.
Hay tres emes que condicionan la vida de toda mujer desde que
el mundo es mundo: la menarquía, la maternidad y la menopausia. Todas tienen
que ver con el único pero grandísimo poder que la naturaleza ha concedido en
exclusiva al género femenino. “Ese que ninguna revolución social ni política ni
científica, ha logrado usurparle”.
Pero del que tampoco ha conseguido
librarla, es de concebir, gestar, y traer hijos al mundo. La Menarquia
y la Menopausia ,
el principio y el fin del periodo finito de tiempo en que eso es factible, son
tan inexorables como el hecho de que
todos nacemos y morimos un día. Pero la Maternidad es voluntaria. O debería de serlo. Y
es ahí donde vienen los conflictos. Porque las mujeres pueden ser madres, pero
no tienen que serlo obligatoriamente. Algunas quieren y no pueden. Otras pueden
y no quieren. Y todas son igual de femeninas. La gran noticia, todavía a estas
alturas de la película, sería que cada una pudiera optar por serlo o no serlo, sin tener que pedir
permiso, ni disculpas, ni tener que dar explicaciones al respecto. Ni siquiera
a sí misma.
Separada felizmente la sexualidad de la
reproducción con la generalización de los anticonceptivos, en los años sesenta
del siglo XX al menos en el primer mundo, quedan aún muchas conquistas por alcanzar pasada la primera
década del XXI. La primera, y fundamental, admitámoslo, es íntima. La ciencia
nos dio la llave de la
Maternidad , cierto. Pero, pese a toda la “impedimenta que se confabula” ahí fuera para ponernos el
asunto más cuesta arriba, trabajos precarios, sueldos míseros, techos de
cristal blindado, horarios imposibles, la decisión última de abrir o no esa
puerta es, o debería de serlo, personal e intransferible. Y, desde luego, no es
sencilla.
Se dan por supuestas demasiadas cosas.
Presuntas certezas que llevamos grabadas de serie en el hipotálamo, y si no, ya
se encargan los demás de recordárnoslas
desde el parvulario. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Siempre hay
una pareja para cada oveja. Los hijos se crían solos. Ser madre es lo mejor que
le puede pasar en la vida. Un día,
así, de repente, toda mujer siente el instinto maternal, la alarma del reloj
biológico zumbándole en los tímpanos. Es la llamada de la selva para perpetuar
la especie. Lo nuevo, sin embargo, es que con el progreso social y la crisis
económica, se han diversificado esas voces internas y externas. Así, también al
mismo tiempo, llevamos tiempo escuchando a los que pontifican que un niño te
corta las alas. Que necesita todo tu tiempo y energía, tu abnegación y el
producto interior bruto de un país en vías de desarrollo, para crecer sano y
feliz hasta que se decida a cortar el cordón umbilical a los 40 años. Los suyos, no los tuyos. Que
un hijo, en fin, te hipoteca el presente, el futuro, la vida entera. Y es entre
esas dos espadas y estas dos paredes contradictorias, cómo muchos se plantean
el dilema.
Mientras, ahí afuera, los demás
asisten a ese debate íntimo, como espectadores mudos hasta que la proximidad de
la tercera eme, la menopausia, despierta las últimas alarmas y suelta las
lenguas. Es entonces, por una suerte de súbita
preocupación colectiva por la supervivencia de la especie, cuando el
prójimo, incluidas las congéneres, se sienten con derecho a preguntar o a
especular por qué una mujer ni ha sido
madre ni va a ser madre. Se le pasa el arroz. Estará sola toda la vida. Qué
pena. No puede. No vale, la pobre, piensan. O lo que es peor, no quiere la muy
egoísta. La última gran revolución pendiente es que las mujeres puedan decidir
cuándo, cómo, y con quién ser madres. O no serlo. Porque sí. O porque no.
Porque ser madre puede ser fácil, difícil o imposible. Pero nunca es
gratis.
La maternidad, como la fama, cuesta, y se empieza a pagar desde el minuto uno del
embarazo. Después, con el bebé en
brazos, pocas madres hablan de nauseas gestacionales, de depresión pos parto,
de la servidumbre de la lactancia, del vergonzante sentimiento de culpa de
abandonar a la cría para salir a ganarte el sustento, de las dobles jornadas,
de la sensación de ni llego ni alcanzo, de la constatación de que los problemas
crecen al mismo ritmo que el neonato.
Tienen un hijo sano, deseado y monísimo. ¿De qué se quejan? De nada, en
realidad. Porque ellas mismas reconocen que un hijo puede ser también lo mejor
que le pase a una en su vida.
Así que aquí y ahora, en los
revolucionarios tiempos de la supuesta maternidad a la carta, se pueden
congelar los propios óvulos, donarlos, gestar los de otra, subrogar vientres de
alquiler, llevar la biología al límite. La decisión de ser madre, o no, es la
más personal de las dicotomías. O debía de serlo.
Recordemos que el empecinamiento en
obligar a ser madre a quien no lo desea, le ha costado recientemente el puesto
a todo un ministro de Justicia (Gallardón). O que la princesa Charlene de
Mónaco no ha legitimado su título hasta
concebir un heredero al trono. Y es que,
a estas alturas de la película, muchos, y lo que es peor muchas, ven el poder
de la maternidad más como un mandato genético que como un privilegio.
Y eso no se extirpa de una generación a
otra.
Quirón
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