jueves, 26 de febrero de 2015

Ser madre ¿es gratis?




Lo dijo la autora en el debate en torno a la Maternidad. Hay tres emes que condicionan la vida de toda mujer desde que el mundo es mundo: la menarquía, la maternidad y la menopausia. Todas tienen que ver con el único pero grandísimo poder que la naturaleza ha concedido en exclusiva al género femenino. “Ese que ninguna revolución social ni política ni científica,  ha logrado usurparle”.
Pero del que tampoco ha conseguido librarla, es de concebir, gestar, y traer hijos al mundo. La Menarquia y la Menopausia, el principio y el fin del periodo finito de tiempo en que eso es factible, son tan inexorables como el hecho  de que todos nacemos y morimos un día. Pero la Maternidad es voluntaria. O debería de serlo. Y es ahí donde vienen los conflictos. Porque las mujeres pueden ser madres, pero no tienen que serlo obligatoriamente. Algunas quieren y no pueden. Otras pueden y no quieren. Y todas son igual de femeninas. La gran noticia, todavía a estas alturas de la película, sería que cada una pudiera optar  por serlo o no serlo, sin tener que pedir permiso, ni disculpas, ni tener que dar explicaciones al respecto. Ni siquiera a sí misma.
         Separada felizmente la sexualidad de la reproducción con la generalización de los anticonceptivos, en los años sesenta del siglo XX al menos en el primer mundo, quedan aún muchas  conquistas por alcanzar pasada la primera década del XXI. La primera, y fundamental, admitámoslo, es íntima. La ciencia nos dio la llave de la Maternidad, cierto. Pero, pese a toda la “impedimenta  que se confabula” ahí fuera para ponernos el asunto más cuesta arriba, trabajos precarios, sueldos míseros, techos de cristal blindado, horarios imposibles, la decisión última de abrir o no esa puerta es, o debería de serlo, personal e intransferible. Y, desde luego, no es sencilla.
Se dan por supuestas demasiadas cosas. Presuntas certezas que llevamos grabadas de serie en el hipotálamo, y si no, ya se encargan los demás  de recordárnoslas desde el parvulario. Nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Siempre hay una pareja para cada oveja. Los hijos se crían solos. Ser madre es lo mejor que le puede pasar en la vida. Un día, así, de repente, toda mujer siente el instinto maternal, la alarma del reloj biológico zumbándole en los tímpanos. Es la llamada de la selva para perpetuar la especie. Lo nuevo, sin embargo, es que con el progreso social y la crisis económica, se han diversificado esas voces internas y externas. Así, también al mismo tiempo, llevamos tiempo escuchando a los que pontifican que un niño te corta las alas. Que necesita todo tu tiempo y energía, tu abnegación y el producto interior bruto de un país en vías de desarrollo, para crecer sano y feliz hasta que se decida a cortar el cordón umbilical  a los 40 años. Los suyos, no los tuyos. Que un hijo, en fin, te hipoteca el presente, el futuro, la vida entera. Y es entre esas dos espadas y estas dos paredes contradictorias, cómo muchos se plantean el dilema.
Mientras, ahí afuera, los demás asisten a ese debate íntimo, como espectadores mudos hasta que la proximidad de la tercera eme, la menopausia, despierta las últimas alarmas y suelta las lenguas. Es entonces, por una suerte de súbita  preocupación colectiva por la supervivencia de la especie, cuando el prójimo, incluidas las congéneres, se sienten con derecho a preguntar o a especular por qué una mujer ni ha  sido madre ni va a ser madre. Se le pasa el arroz. Estará sola toda la vida. Qué pena. No puede. No vale, la pobre, piensan. O lo que es peor, no quiere la muy egoísta. La última gran revolución pendiente es que las mujeres puedan decidir cuándo, cómo, y con quién ser madres. O no serlo. Porque sí. O porque no. Porque ser madre puede ser fácil, difícil o imposible. Pero nunca es gratis.                
La maternidad, como la fama, cuesta,  y se empieza a pagar desde el minuto uno del embarazo. Después, con el bebé  en brazos, pocas madres hablan de nauseas gestacionales, de depresión pos parto, de la servidumbre de la lactancia, del vergonzante sentimiento de culpa de abandonar a la cría para salir a ganarte el sustento, de las dobles jornadas, de la sensación de ni llego ni alcanzo, de la constatación de que los problemas crecen al mismo ritmo  que el neonato. Tienen un hijo sano, deseado y monísimo. ¿De qué se quejan? De nada, en realidad. Porque ellas mismas reconocen que un hijo puede ser también lo mejor que le pase a una en su vida.
Así que aquí y ahora, en los revolucionarios tiempos de la supuesta maternidad a la carta, se pueden congelar los propios óvulos, donarlos, gestar los de otra, subrogar vientres de alquiler, llevar la biología al límite. La decisión de ser madre, o no, es la más personal de las dicotomías. O debía de serlo. Recordemos  que el empecinamiento en obligar a ser madre a quien no lo desea, le ha costado recientemente el puesto a todo un ministro de Justicia (Gallardón). O que la princesa Charlene de Mónaco no ha legitimado su título  hasta concebir  un heredero al trono. Y es que, a estas alturas de la película, muchos, y lo que es peor muchas, ven el poder de la maternidad más como un mandato genético que como un privilegio.
         Y eso no se extirpa de una generación a otra.
    Quirón

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