Me despertaron
tus besos y un profundo y cálido “te quiero”. Abrí los ojos y te contemplé
mirándome, con una sonrisa en tu boca y risas en tus ojos. No me fijé si el día
era bueno, malo o regular. Para mí ya era un día espléndido. Nos besamos y
supimos que iba a ser un gran día.
Desayuno con
tostadas, mantequilla y miel. Apenas noté la dulzura de la miel, después de
probar tu boca. Alegremente nos duchamos, nos arreglamos y nos fuimos camino de
la ciudad, a recordar tiempos jóvenes. Nuestras manos iban unidas,
transmitiendo, piel con piel, todos los sentimientos que nos sucedían al pasear
por rincones que tenían un sabor especial de un amor incipiente, hace años.
Buscamos un
hueco en el mostrador del mesón, y nos comimos un bocadillo y un refresco, con
la misma emoción y satisfacción que aquellas primeras veces. Paseamos por la
ciudad, observando a la gente y sobre todo, a los jóvenes. Sus risas, sus
miradas, delataban que ellos también estaban conociendo sus sentimientos que ya
afloraban en su piel. Cuantos problemas, inconvenientes, desacuerdos y sueños
no realizados les quedaban por recorrer.
Tengo que
decir que nosotros ya hemos pasado por esos recovecos, caminos angostos llenos
de espinas y vicisitudes, hasta alcanzar este amor sereno, reflexivo,
consensuado y alimentado día a día con pequeños gestos y actitudes el uno para
el otro. Nuestro afán de recorrer y vivir experiencias pasadas, acaba minando
nuestras energías físicas y nos hace retornar a nuestro querido hogar, donde
hemos forjado nuestro pasado, presente y, espero, sea testigo de nuestro
futuro. Las rutinas diarias, aceptadas con alegría, nos relajan. Acabamos
viendo nuestro programa televisivo favorito. Eso sí, seguimos contándonos
sensaciones agarrados de la mano.
Hoy celebramos
un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera de nuestro
profundo amor.
Rabo de lagartija
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