La
mañana, soleada. La brisa del viento hacía daño en la cara pero, aún así, era
muy agradable caminar por la senda que nos habían marcado, para hacer un poco
movimiento de las piernas.
El camino a seguir era muy ameno, pues
lo mismo era subir que llanear y no nos hacía pasar fatiga alguna. Al estar en
lo más alto de la llanura, la panorámica era espléndida y la vista se
expansionaba y relajaba.
A nuestro paso podíamos contemplar
retamas, tomillos, esparragueras, acebuches, zarzales, enebros centenarios,
pequeños arroyos, edificaciones de adobe muy antiguas, que marcaban el paso de
otra forma de vivir en el pasado.
También nos encontrábamos con la caza,
que otros se esmeran en conservar y que lo consiguen con trabajo y sabiduría.
Lo nuestro era caminar, gozar de todo lo que veíamos a nuestro paso.
Saltamontes, lagartijas, conejos, perdices, águilas, buitres, señales de zorros
y miles de bichos que no mencionaré.
De pronto, a la orilla del camino, una
perdiz estaba parada y no se movía. Eso me llamó la atención y me acerqué a
donde estaba. Mi intención era cogerla, y sí que lo logré. La tomé por las
patas, la acaricié, y no se movía. Así la tuve un rato en la mano, luego la
examiné y me di cuenta que tenía una pata rota. La puse en un lugar donde hay
un bebedero y comida, y allí la dejé. Nosotros continuamos el camino para
llegar a nuestro punto de partida.
Trotamundos
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