Amanecía: al lucero del alba apenas se le veía, cubierto
por un cúmulo de nubes que a gran velocidad cruzaban el espacio.
Varios días después de continuas borrascas, parecía que
el viento tendía a despejar las nubes de aquel pedazo de cielo que se veía tras
los cristales.
Me fastidia la forma estúpida, la candidez de la caída,
como suele suceder, un suelo helado, un viraje en falso para evitar las bromas
de Julián y al suelo. Después un dolor intenso, continuo y prolongado me
condujo, primero al dispensario, y ante la duda de fractura o lesión, la
inmediata fue el hospital. En el centro, el traumatólogo fue tajante: fractura,
escayola y 45 días de reposo. Era aquel médico un hombre mayor que no paraba de
refunfuñar: “en España- se quejaba-, la gente en cuanto caen cuatro gotas o
nieva, el trabajo se me acumula a mí, ni siquiera saben mantenerse en pie ¡Pues
que no salgan de casa!” exclamó alejándose. Me quedé con la boca abierta y
esperando al escayolista; no contaba yo con aquel rapapolvos y menos con una
acogida tan fría y despegada.
Es una pena, me consuelo fijando los ojos en las cumbres
nevadas de las montañas, que se asomaban por encima de los tejados, está tan
cerca la nieve…y sin embargo tan inaccesible para mí este año.
La ventana, la tele, los libros, me ayudan a pasar el
tiempo de forma más amable y más corta. Pero hay veces que no puedo controlar
el mal genio y mi madre es la que paga los platos rotos. ¡Quién si no los iba a
pagar¡
Mis amigos han estado aquí, contando sus hazañas sobre la
nieve, que si una pasada a fulanito, que si la trastada que me hizo zutanito, que si la nieve esto, o que “sí año
de nieves año de bienes”… ellos, habla que habla del tema, y yo muriéndome de
envidia, sentada con la pata tiesa y sin poder incorporarme al grupo.
Malhumorada les acuso de intrusos, irritada y furiosa, “vosotros de la capital
y esquiando y yo que vivo aquí, tirada y sin poder hacer nada, prisionera me
hallo caray”. Al verme tan mal, tratan todos de consolarme.
Fatal lo paso, viéndoles con los bártulos de esquiar
alejarse: vaya juerga que me espera viendo como los demás se divierten. Está
visto que no tengo nada de paciente ni de sacrificada; todo lo contrario,
ellos, no toman a mal mis rabietas llenas de maldad, esas que les tiro a la
cara sin consideración alguna, reconozco que me tienen que querer y que son tan
majos, que yo me aprovecho de ello.
Ellos también me hacer rabiar, me han prometido una
fiesta para la semana que viene. ¿Qué se les habrá ocurrido? Claro que aquí
encerrados conmigo no podrán hacer mucho, seguro que se limitaran a un parchís,
unas palomitas, Fanta, y pare usted de contar.
He bajado al traumatólogo: el cascarrabias no estaba. En
su lugar había un tío que estaba estupendo, algo distante, pero amable muy
amable. De la pierna nada, una semana más de reposo, ¡qué mala leche!, cuantas
más ganas tengo de caminar, más lento va. En el traumatólogo hay otro
accidentado, se llama Jesús el chaval. Su caída (según él) fue más tonta que la
mía ¡fijaos! un mayoral de ganado, un caballista, al que un tropezón de su
noble bruto le hace salir por encima de las orejas del caballo. Del resultado
quedó Jesús con un tobillo dislocado, desesperado decía estar, así que nos
consolamos mutuamente mientras esperábamos.
Resultó que éramos
vecinos; ha quedado en acercarse una tarde con unos amigos y sus guitarras.
Cumplió su palabra. Lo pasamos de fábula, esos chicos tocan y cantan que da
gusto, menuda marcha tienen.
¡Aleluya! ya me lo temía, ¡no! el parchís no, la otra
cara de la oca, recordáis aquello de si caes en el laberinto atrasas 20
casillas… pues eso; pardillos, más que pardillos, si al menos hubieran subido
sus guitarras. Contenta me tienen los de mi pandilla con el juego de la oca
¡bah! , esa faena no la pienso olvidar mientras viva. Son unos ñeñes.
Dicen que la oportunidad la pintan calva; esta semana he
avisado por teléfono a todo el mundo, me he encargado de que podamos coincidir
todos, los capitalinos y los montañeses; va a ser ésta una reunión muy
peculiar.
Creedme: al final tendré que reconocer que esto de la
caída ha tenido su intríngulis, me ha limitado, sí, pero he tenido tanto amor,
tantas atenciones, mis padres, mis hermanos, mis amigos viejos y nuevos, con
los que he compartido tantos días de amistad y canciones al amor de la lumbre,
esa que no solo sirvió para calentarnos sino, además, para que los montañeses
nos agasajasen con una queimada que nos puso a cien.
Los capitalinos esa
tarde noche, escogieron la ruta más difícil para bajar a la estación y lo
hicieron cantando a pleno pulmón, iban más alegres que unas castañuelas; lo que
puede hacer el alcohol y una buena compañía…
La ventana; esta ventana ha sido mi confidente de tantos
días de vivir encerrada y me ha puesto en contacto directo con el discurrir del
pueblo y de sus gentes, los caminos escondidos, árboles desnudos, caminantes
ligeros y embozados, los huertos blancos... a los que de normal no prestaba la
debida atención. He sido ventanera en el más amplio sentido de la palabra
durante mes y medio.
Cuando Martin
Gaite comentaba en sus libros, que a sus protagonistas por “la ventana se les
escapaba el alma, encerrada a aquellas
antañonas ventaneras”. Yo me solidarizo con ellas. Tener que ver discurrir la
vida sin poder intervenir en ella es aterrador. Y lo digo yo, que he sido
ventanera por accidente únicamente y no por obligación, como aquellas antiguas
y sacrificadas denominadas “mujeres ventaneras”, porque si salían eran livianas…
Quirón
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