Inocencio se arrebujó en el sofá, se colocó
la mantita alrededor de sus piernas y subida hasta su torso. Sólo la mano
derecha se sacrificaba a pasar frío porque con ella dominaba el mando a
distancia del televisor.
Tenía una edad indeterminada, unos ojillos
espabilados, la cara imberbe y una cicatriz que le cruzaba el pómulo desde la
oreja hasta el mentón. Desde el accidente con el tractor el tribunal médico lo
declaró inútil total, le asignó una pensión vitalicia y, al carecer de familia,
puesto que era huérfano e hijo único, le concedieron un piso de bajo alquiler
en los extrarradios de la ciudad.
Era de vocación célibe, salía de casa lo
imprescindible para comprar alimentos básicos. Había aprendido a cocinar los
platos más sencillos para mantenerse alimentado y fregaba, barría y lavaba los
jueves por la tarde. Su mayor entretenimiento era dominar las cadenas de la
televisión con su mando a distancia. No había cosa que más le horrorizara que
los anuncios publicitarios, Cambiaba como un autómata de canal en cuanto
asomaban a la pantalla. Contrató con una empresa de telefonía la dichosa fibra,
que le permitía ver canales sin propaganda o ver los canales normales cuando
estaban a medias de un programa, porque con su mando podía verlos desde el
principio y pasar rápidamente la publicidad.
Añoraba su terruño, donde cultivaba
cereales. Tenía un huerto que mimaba como a un hijo y unos árboles frutales que
le proporcionaban esas golosinas de la naturaleza, sin condimentos ni
aditamentos. Observaba con interés las nubes y el viento y escogía el mejor
momento para la siembra o la recolección del trigo y la cebada. Unas pocas
gallinas le suministraban huevos y pollos que, junto con las hortalizas,
verduras y legumbres, eran la base de su alimentación.
Buscaba con su mando mágico programas del
campo, de la caza, de la que fue aficionado de joven, o una buena corrida de
toros. Siempre sin anuncios. El era austero en su vestimenta y decoración de su
casa. Le gustaban tanto los veranos como los inviernos, los días largos y
cortos. Disfrutaba con las primaveras cuando eclosionaban las flores y los
frutos, tanto como los otoños con su paleta de colores ocres y magentas. Lo que
más le gustaba eran los días lluviosos, como buen campesino, y, sobre todo, ver descender suavemente los copos de nieve
que se apelotonaban unos con otros y formaban alfombras de blancura que
dibujaban figuras que su imaginación convertía en animales, montañas o
castillos feudales.
Algo sonaba contra el cristal de la ventana.
Inocencio levantó la mirada y contempló cómo desde el cielo, las nubes lloraban
lágrimas blancas. ¡Por fin nieva!
Rabo de lagartija
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