viernes, 9 de febrero de 2018

¡Por fin nieva!





    Inocencio se arrebujó en el sofá, se colocó la mantita alrededor de sus piernas y subida hasta su torso. Sólo la mano derecha se sacrificaba a pasar frío porque con ella dominaba el mando a distancia del televisor.

    Tenía una edad indeterminada, unos ojillos espabilados, la cara imberbe y una cicatriz que le cruzaba el pómulo desde la oreja hasta el mentón. Desde el accidente con el tractor el tribunal médico lo declaró inútil total, le asignó una pensión vitalicia y, al carecer de familia, puesto que era huérfano e hijo único, le concedieron un piso de bajo alquiler en los extrarradios de la ciudad.

    Era de vocación célibe, salía de casa lo imprescindible para comprar alimentos básicos. Había aprendido a cocinar los platos más sencillos para mantenerse alimentado y fregaba, barría y lavaba los jueves por la tarde. Su mayor entretenimiento era dominar las cadenas de la televisión con su mando a distancia. No había cosa que más le horrorizara que los anuncios publicitarios, Cambiaba como un autómata de canal en cuanto asomaban a la pantalla. Contrató con una empresa de telefonía la dichosa fibra, que le permitía ver canales sin propaganda o ver los canales normales cuando estaban a medias de un programa, porque con su mando podía verlos desde el principio y pasar rápidamente la publicidad.

    Añoraba su terruño, donde cultivaba cereales. Tenía un huerto que mimaba como a un hijo y unos árboles frutales que le proporcionaban esas golosinas de la naturaleza, sin condimentos ni aditamentos. Observaba con interés las nubes y el viento y escogía el mejor momento para la siembra o la recolección del trigo y la cebada. Unas pocas gallinas le suministraban huevos y pollos que, junto con las hortalizas, verduras y legumbres, eran la base de su alimentación.

    Buscaba con su mando mágico programas del campo, de la caza, de la que fue aficionado de joven, o una buena corrida de toros. Siempre sin anuncios. El era austero en su vestimenta y decoración de su casa. Le gustaban tanto los veranos como los inviernos, los días largos y cortos. Disfrutaba con las primaveras cuando eclosionaban las flores y los frutos, tanto como los otoños con su paleta de colores ocres y magentas. Lo que más le gustaba eran los días lluviosos, como buen campesino, y, sobre todo,  ver descender suavemente los copos de nieve que se apelotonaban unos con otros y formaban alfombras de blancura que dibujaban figuras que su imaginación convertía en animales, montañas o castillos feudales.

    Algo sonaba contra el cristal de la ventana. Inocencio levantó la mirada y contempló cómo desde el cielo, las nubes lloraban lágrimas blancas. ¡Por fin nieva!


Rabo de lagartija  

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