Batúm era alto, fuerte, joven y líder de una tribu no
muy numerosa pero si muy unida. Era su responsabilidad que todos los
componentes del grupo tuvieran comida, así que se esforzaba en organizar
cacerías que resultaban muy fructíferas. Mantenía a las mujeres ocupadas en
recoger, por el camino, todos los frutos que pudieran. Por las noches junto al
fuego contaba historias a los más pequeños, para enseñarles la técnica de la
caza y la fortaleza que se necesita para dirigir una tribu.
Todos seguían a Batúm, era un buen jefe.
El padre de Batúm era ya un anciano y en el último
invierno estuvo muy enfermo, luego en primavera se recuperó, pero le costaba
caminar y ralentizaba la marcha del
grupo. El anciano entendió que debía abandonar la tribu. Buscaron una cueva tranquila, se ocuparon de dejarle alimento y
una mañana todos partieron y el anciano se quedó esperando una muerte segura.
Sin el grupo no sobreviviría.
Era una costumbre de la tribu, cuando algún
miembro no podía llevar el ritmo o
alguien enfermaba, se le dejaba a su
suerte, pues ya había cumplido con su deber, era normal, eran decisiones de
Batúm.
Pasaron los años y Batúm envejeció. El nuevo líder
entendía a su grupo muy bien y no les faltaba comida, buscaba los arroyos más
abundantes y los caminos con más frutas.
Una mañana las piernas de Batúm no respondían, no se
podía levantar de su lecho, envuelto en sus pieles, la decisión del jefe fue
contundente. Lo abandonarían allí.
No lo podía creer, él aún podía hacer cosas por la
tribu. No lo permitiría
Pobre anciano, dijo que se encargaría de mantener entretenidos a los
niños, mientras las mujeres recolectaban, Imploró. Suplicó. Se arrastró. Lloró.
Se negó a quedarse solo.
Pero un líder fuerte hace todo por el bien de su
pueblo.
Y Batúm se quedó solo, esperando una muerte segura.
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