jueves, 15 de febrero de 2018

El vecino de arriba





        Adrián era un ser pacífico, optimista y tenía la convicción de que los seres humanos eran buenos por naturaleza. Vivía en un quinto de un edificio de diez plantas. Saludaba a sus vecinos, participaba en las reuniones informales y escuchaba con atención las opiniones de los demás sobre cualquier aspecto de la vida cotidiana.

        La vecina de arriba, una señora muy mayor, había fallecido y sus herederos habían vendido el piso a unos señores. Un lunes, a la ocho y media en punto de la mañana, empezó la obra del nuevo vecino de arriba que, en principio, iba a cambiar el baño y la cocina. Bueno, serán un par de semanas. Hay que comprender que toda obra conlleva ruidos, golpes, polvo en el portal y el ascensor, que los primeros días está siempre ocupado por la obra. Bajar y subir escalones es un buen ejercicio y no me vendrá mal.

     Paraban para comer, de dos a tres de la tarde. Adrián aprovechaba y comía pronto para, en esa hora de desconexión del infierno de la obra, se echaba la siesta. No necesitaba poner el despertador, eran siempre puntuales. Pasaron las dos semanas, con sus sábados incluidos, pero la bendita obra no bajaba en intensidad. Del estruendo en la cocina y el baño, pasaron a la demolición del salón y las habitaciones. Un mes, dos meses. Ya parece que no pican. Ahora empezaba el ruido de la hormigonera, los golpes para hacer tabiques, poner suelos y baldosines.

        A los tres meses, desesperado Adrián acudió al Ayuntamiento para informarse de qué tipo de obra había solicitado licencia su vecino. Le informaron que solamente era renovación de saneamientos. Prudentemente se calló. Todo el mundo ponía menos obra para pagar menos tasas. Un día se encontró en el ascensor con los obreros que estaban haciendo la remodelación del piso de arriba y, con educación les preguntó que cuando tenían previsto acabar dicha obra. Le respondieron que en una semana darían paso a pintores, carpinteros y fontaneros.

        El vecino del piso que daba pared con el de la obra le informó que el propietario se le había ocurrido que antes de terminar, iba a cambiar todas las ventanas y cristaleras por aluminio blanco y que tenían para otra temporada. Qué sufrimiento. Con el paso de los días a Adrián le estaba cambiando el carácter. Ya no creía en la bonanza de las personas. La irritación se apoderaba de él cuanto más ruido asimilaba y sufría. Sus hábitos de descanso plácido se veían inundados de sobresaltos, pesadillas e insomnios. Acabaron las dichosas ventanas, pintaron el piso y remató el barnizador el suelo de madera con su irritante máquina de pulir y lijar.

        Por fin, un día desde su ventana vio una camioneta donde cargaban toda suerte de herramientas, máquinas y sobrantes de yesos, pinturas y aluminios, y disfrutó viendo como se alejaban sin intenciones de volver. La tranquilidad volvería a su vida. Iluso. Al siguiente día, esperando el ascensor se juntó con un grupo de personas que, por su conversación, dedujo que eran los padres y suegros del vecino de arriba que comentaban las lámparas, cortinas y apliques que tenían que colocar para que los niños pudieran vivir cómodamente en el nuevo pisito.

        Adrián pidió cita en el psicólogo y contactó con una agencia inmobiliaria para la venta de su piso. Tenía la firme decisión de asentarse en la casita del pueblo que sus padres le habían dejado. Se dio cuenta de la capacidad que tienen los seres humanos de alterar la conducta de sus congéneres sin ser conscientes de ello.

Rabo de lagartija

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