Adrián
era un ser pacífico, optimista y tenía la convicción de que los seres humanos
eran buenos por naturaleza. Vivía en un quinto de un edificio de diez plantas.
Saludaba a sus vecinos, participaba en las reuniones informales y escuchaba con
atención las opiniones de los demás sobre cualquier aspecto de la vida
cotidiana.
La
vecina de arriba, una señora muy mayor, había fallecido y sus herederos habían
vendido el piso a unos señores. Un lunes, a la ocho y media en punto de la
mañana, empezó la obra del nuevo vecino de arriba que, en principio, iba a
cambiar el baño y la cocina. Bueno, serán un par de semanas. Hay que comprender
que toda obra conlleva ruidos, golpes, polvo en el portal y el ascensor, que
los primeros días está siempre ocupado por la obra. Bajar y subir escalones es
un buen ejercicio y no me vendrá mal.
Paraban
para comer, de dos a tres de la tarde. Adrián aprovechaba y comía pronto para,
en esa hora de desconexión del infierno de la obra, se echaba la siesta. No necesitaba
poner el despertador, eran siempre puntuales. Pasaron las dos semanas, con sus
sábados incluidos, pero la bendita obra no bajaba en intensidad. Del estruendo
en la cocina y el baño, pasaron a la demolición del salón y las habitaciones.
Un mes, dos meses. Ya parece que no pican. Ahora empezaba el ruido de la
hormigonera, los golpes para hacer tabiques, poner suelos y baldosines.
A
los tres meses, desesperado Adrián acudió al Ayuntamiento para informarse de
qué tipo de obra había solicitado licencia su vecino. Le informaron que
solamente era renovación de saneamientos. Prudentemente se calló. Todo el mundo
ponía menos obra para pagar menos tasas. Un día se encontró en el ascensor con
los obreros que estaban haciendo la remodelación del piso de arriba y, con
educación les preguntó que cuando tenían previsto acabar dicha obra. Le
respondieron que en una semana darían paso a pintores, carpinteros y
fontaneros.
El
vecino del piso que daba pared con el de la obra le informó que el propietario
se le había ocurrido que antes de terminar, iba a cambiar todas las ventanas y
cristaleras por aluminio blanco y que tenían para otra temporada. Qué
sufrimiento. Con el paso de los días a Adrián le estaba cambiando el carácter.
Ya no creía en la bonanza de las personas. La irritación se apoderaba de él
cuanto más ruido asimilaba y sufría. Sus hábitos de descanso plácido se veían
inundados de sobresaltos, pesadillas e insomnios. Acabaron las dichosas
ventanas, pintaron el piso y remató el barnizador el suelo de madera con su
irritante máquina de pulir y lijar.
Por
fin, un día desde su ventana vio una camioneta donde cargaban toda suerte de
herramientas, máquinas y sobrantes de yesos, pinturas y aluminios, y disfrutó
viendo como se alejaban sin intenciones de volver. La tranquilidad volvería a
su vida. Iluso. Al siguiente día, esperando el ascensor se juntó con un grupo
de personas que, por su conversación, dedujo que eran los padres y suegros del
vecino de arriba que comentaban las lámparas, cortinas y apliques que tenían
que colocar para que los niños pudieran vivir cómodamente en el nuevo pisito.
Adrián
pidió cita en el psicólogo y contactó con una agencia inmobiliaria para la
venta de su piso. Tenía la firme decisión de asentarse en la casita del pueblo
que sus padres le habían dejado. Se dio cuenta de la capacidad que tienen los
seres humanos de alterar la conducta de sus congéneres sin ser conscientes de
ello.
Rabo de lagartija
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