Buenaventura procuraba
pasear por su barrio siempre que las condiciones climatológicas lo permitieran.
Vivía en un bloque de once pisos, en un sexto. Cuando se encerraba entre sus
cuatro paredes, sentía la sensación del cautivo, que su vida se limitaba en un
número escaso de metros cuadrados. Pero existen las ventanas.
Su bloque daba a una
avenida y enfrente tenía un parque donde cohabitaban la especie humana con la fauna y la flora. Por otro lado, su
vivienda daba a una rotonda y bloques con tiendas y un aparcamiento.
Cual vigilante de
guardia hacía sus rondas. Ahora observaba la vida cotidiana de las gentes. Conocía
los coches que entraban al aparcamiento por sus colores, tamaños, y modelos y
los asociaba a las personas que entraban y salían a pie del garaje. Quien
frecuentaba los bares, quien salía con su barra de pan de la tienda, quien
llevaba los niños a la guardería o cuando recogían las basuras los camiones
municipales.
El parque tenía vida
propia. Cabían todas las especies vivientes. Desde niños con madres, perros con
dueños, Mayores con bastones y muletas o jóvenes en pandilla, parejas agarradas
de la mano o deportistas solitarios corriendo por sus caminos.
Enfrente de su ventana
las copas de los plataneros alcanzaban sus últimas ramas a la altura de su
vista. Un nido de urracas, cual pisito de primavera cerrado el resto del año,
le proporcionaba observar la eclosión de la vida de los ovíparos, desde la
reforma integral que la pareja efectuaba antes de aposentarse en él, hasta la
custodia de los huevos y polluelos y la salida en busca de alimentos de los
padres.
Antes del ritual de
apareamiento visitaban el nido otras parejas de cotorras, palomas o mirlos, que
eran apartados sin contemplaciones por la pareja de urracas que siempre estaba
al acecho de que no tuviera ocupas su posesión.
El parque tenía una
serie de fuentes con estatuas mitológicas y un par de estanques donde los patos
de la zona procreaban a sus proles y donde también se podía ver alguna tortuga
casera que sus dueños, pensando que estarían mejor en su hábitat, los
depositaban con todo cariño.
También, al fondo del
parque había una iglesia. Lo que más le gustaba a Buenaventura eran los días
que se celebraban bodas. Cuando salín casados los novios, tiraban pétalos de
flores o arroz a los recién casados y explotaban tracas. Las calles del parque
eran un verdadero desfile de modelos de vestidos y pamelas, haciéndose fotos
con los novios o sentados en las terrazas del restaurante que ocupaba el centro
del parque.
En algún momento, el
homo sapiens dejó de vivir en la oscuridad de la cueva y creó chozas y cabañas
a las que habilitaron con una oquedad para que entrara el aire y la luz y por
la que podían ver el exterior. Desde entonces, no concebimos nuestras viviendas
sin esa conexión con la vida que nos rodea, haciéndonos curiosos por
naturaleza.
Rabo de lagartija