A
veces me pregunto qué maldito cable suelto tenemos la mayoría de las mujeres
para actuar como actuamos. Me lo he vuelto a plantear a raíz de la reciente
tragedia de Zaragoza: el asesinato de Rebeca Santamalia, una abogada de 47
años, a manos de José Salvador, de 49, que ya había matado en 2003 a su primera y joven
esposa. Le disparó 11 tiros de escopeta, algunos a cañón tocante en la cabeza.
Una carnicería. Por entonces conoció a
Rebeca: ella le defendió en el juicio. Condenado a 18 años de cárcel, cumplió
14 y salió en 2017. En algún momento de ese largo trayecto, la abogada y él
comenzaron una relación sentimental. Hace un par de semanas, ese energúmeno
acuchilló repetidas veces a Santamalia. Arma blanca, odio negro: aún parece más
violento y feroz este segundo crimen. A continuación, el tipo se arrojó por un
viaducto. Una pena que no se matara antes.
Rebeca,
todo el mundo lo dice, era inteligente, valiente, generosa. Me acongoja pensar
que este triste suceso pueda haber sido
propiciado por un mal que nos aqueja a muchas mujeres: ese absurdo impulso
regenerador que hace que nos sintamos
impelidas a salvar a toda costa a los varones. ¿Y a salvarlos de qué? Bueno ahí
empieza el lío. ¿Cómo pudo esta abogada experimentada, sensible, y lúcida
enamorarse de un asesino frío y brutal que, al parecer, jamás mostró
arrepentimiento por la muerte de su primera esposa? Leo en el Heraldo que, durante el juicio, Rebeca
se esforzó en mostrar a su defendido como una
buena persona, huérfano de padre y madre desde los 13 años, separado de
su hermana pequeña y una niñez carente de afecto. Yo no sé si convenció al
jurado con todo esto, pero es posible que, por desgracia, se convenciera a sí
misma. No me extraña, es algo ancestral en las mujeres. Esta infancia de Dickens es el relato perfecto
para que se active la patología de la redentora.
A
las mujeres se nos ha educado tradicionalmente con un énfasis tan enfermizo en
el amor romántico, que tendemos a inventarnos los amados. Y así a menudo sucede
que, en vez de mirar de verdad a un varón e intentar conocerlo, la mujer se lo
inventa, lo idealiza, le adorna con todo tipo de virtudes, aunque no resulten
visibles para nadie. O sea, a lo mejor el tipo es un grosero o un zafio, pero
la mujer se empeña en intuir que, en lo
más hondo de su corazón atormentado ese hombre es un poeta, un ser
tierno y sensible. Para peor, la mujer se convence enardecida, de que va a ser
ella quien lo salve de sí mismo. Ella curará sus heridas y liberará al prisionero interior, al dulce amado. Ya lo
dice todo con claridad el cuento
clásico: las mujeres se pasan besando
repugnantes ranas con la loca ilusión de transmutarlas en príncipes.
Claro
que hay excepciones, pero se trata de comportamientos muy extendidos (yo misma
caí alguna vez en tal demencia), somos mineras de amor e intentamos extraer
paladines perfectos de la morralla, de la imperfecta realidad. Y es así porque
estamos educadas en el machismo, en el
paternalismo eclesiástico, una ideología profundamente patológica que nos hace a todos desgraciados. Porque el
síndrome de las redentoras no solo puede conducir a sangrientas tragedias (como
quizá haya ocurrido con Rebeca), sino que hay otros dramas cotidianos que
también parten de ahí (como dice el cómico francés Arthur, “el problema de las
parejas es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los
hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar”. ¡Qué terrible lucidez!
Muchas mujeres están empeñadas en mudar al amado para que se convierta en el hermoso
príncipe que ellas han inventado. Empieza la relación creyendo que lo
conseguirán, pero como trascurre el tiempo y la pobre rana sigue siendo, como
es natural verde y viscosa, hay mujeres que se sienten enfadadas sin advertir
que son ellas las que se han engañado, y comienzan a sentir un rencor
desatinado e injusto por el otro, el cual comprobará, pasmado, el cambio aterrador de su mujer, que ahora ya
no solo no le idolatra como antes, sino que incluso parecería que le odia. De
estos sueños rotos nacen en ocasiones dolores muy profundos, convivencias
tóxicas. Sí queremos jugar a salvadoras, salvémonos en primer lugar nosotras
mismas de los espejismos.
Quirón
No hay comentarios:
Publicar un comentario