María
llegó hasta la puerta de entrada al parque que iba a visitar. Le habían hablado
muy bien de él y del lugar donde estaba ubicado, ya que se encontraba a las
afueras de la ciudad y desde donde se
podía divisar el mar.
Mientras
esperaba para entrar al recinto, pues faltaban unos minutos para su apertura,
María se entretuvo en leer el contenido del folleto que explicaba la historia
de parque.
Cuando
por fin pudo entrar en el recinto, se encaminó lentamente hasta el interior del
mismo, desierto a aquellas horas de la mañana. Según iba avanzando por el
camino, percibía el olor que desprendían las florecillas
amarillentas de las mimosas, que colgaban de las ramas de los árboles, situados
a cada lado del camino, impregnando el aire con su fragancia.
María
en su recorrido no dejaba de observar la arboleda, las paredes de setos
cuidadosamente recortadas y las estatuas de bellas jóvenes con la mitad del cuerpo
cubierto de escamas.
La
mujer continuó su camino hasta llegar al círculo que formaba la pared del seto,
una vez allí, se detuvo permaneciendo de pie, mirando lo que se ofrecía ante
sus ojos. Desde aquel lugar podía
divisar el relieve de la parte final del jardín y a sus pies, las olas del mar,
llegando a la pequeña cala que se escondía entre los pinos que la
rodeaban. Por unos instantes apartó la mirada de la imagen que se ofrecía ante
ella y se aproximó al banco de piedra que allí se encontraba y, sentándose en
él cerró los ojos, dejándose llevar por los sonidos de las olas y el perfume de
las mimosas que el aire se encargaba de
llevar por todos los rincones del parque.
María
siguió un tiempo con los ojos cerrados, escuchando la voz que solo podía oír
cuando estaba a solas.
I R I S
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