La vida de Mario había cambiado, vigilaba a su hijo en
exceso y no lo podía evitar.
Su vigilancia no tenía limites; vigilaba la ropa que
se ponía, lo que comía, las
conversaciones telefónicas con los amigos de su hijo, se dijo a si mismo que
esto tenía que cambiar, sabía que podía hacer muchas cosas por él, también
sabía que si su hijo se enteraba, se disgustaría.
Habían sido dos años muy duros, de continuo
aprendizaje para ambos, padre e hijo estaban más unidos ahora.
Cuando Mario había tomado la decisión de bajar un poco
la guardia, su hijo recibió una llamada para desempeñar un nuevo puesto de
trabajo. Su hijo estaba radiante, muy contento y alegre. El trabajo le
entusiasmaba, lo único malo es que cada mañana debería coger el metro, pero
allí estaba Mario dispuesto a madrugar con él y vigilar como entraba en el metro esperaba el tren, contaba
las estaciones, se bajaba, salía a la calle llena de gente y barreras y coches,
y por fin subir las escaleras de un edificio moderno.
Mario se dijo que le vigilaría durante una semana y
después confiaría en él, pero su hijo al
tercer día le dijo que no hacía falta que fuera, él ya había aprendido, que le
dejara intentarlo solo.
Mario preguntó cómo sabía que lo acompañaba en
silencio, su hijo le respondió que su olor a colonia y el arrastrar levemente
los pies le delataban.
Desde que tuvo el accidente hace ya dos años, que le
dejo ciego, se habían acentuado sus otros instintos, el oído y el olfato.
Clave de Sol
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