Salimos del pueblo cuando aún era de noche. La marcha
sería larga y dura y había que aprovechar antes de que el sol nos castigara en
la subida a la cima de la Mujer Muerta.
La luna plateaba en la carretera que subía hasta la falda de la montaña,
pintando figuras extrañas con las sombras de los árboles del camino. La
ascensión era apenas perceptible al principio, hasta que llegamos a la presa
del río, donde se juntaban las dos vertientes que conducían el agua de los
arroyos hasta formar un único cauce que bajaba hasta el pueblo y que abastecía
al mismo de agua potable. Una de las especies de aves que habitaban en el
entorno daba nombre a esas aguas frías, cristalinas y cantarinas, Milanillos.
A partir de ahí la ascensión se inclinaba un poco más
y el camino bordeaba e incluso cruzaba, mediante vados, el arroyo de la ladera
izquierda de la montaña. Un poco más adelante, se vislumbraba un torreón
rodeado de arboleda, que cuentan que utilizaba el Marqués de Lozoya para su
retiro y descanso del mundanal ruido. Las pinadas plantadas en bancales hacía años para repoblar la
sierra, permitían que el paseo se hiciera más agradable, vislumbrando apenas el
sol entre las copas de los pinos. Pasamos a través de un portillo una pared de
piedra que delimitaba una cerca donde pastaba ganado vacuno, desde el día de
San Isidro hasta el día de Todos los Santos, que lo recogían a los prados de
invierno, cerca del pueblo. Una serie de arbustos y matas que crecían alrededor
de nuestro paso salpicaba nuestro olfato con ese aroma que te hace sentirte en
plena naturaleza, lejos de los olores que el propio hombre produce y que
convive con ellos aunque sean nocivos.
Las huellas del ganado y los abonos naturales que
depositaban nos mostraban la presencia de los mismos. A lo lejos se divisaban
de vez en cuando algún ejemplar adulto, acompañado de alguna cría, que pastaban
sin ningún temor, en la soledad de la sierra. Si notaban tu presencia, miraban
con curiosidad cuando pasabas cerca de ellos. En un recodo del río, nos
sentamos a tomar un refrigerio, antes de atacar de lleno el ascenso duro.
Continuamos y alcanzamos el nacimiento de esa corriente de agua que nos había
acompañado parte del camino. De entre unas rocas brotaba una chorrera de agua
de la que llenamos nuestras cantimploras, ya que a partir de entonces no
encontraríamos más manantiales. Proseguimos a través de un camino forestal que,
zigzagueando, nos llevaría hasta Pasapán, donde seguiría el camino que bajaba
por la otra cara de la montaña hasta las Paneras y la estación del Espinar.
Desde lo alto del paso vimos volar majestuosamente y
mantenerse estáticamente, vigilando con su aguda vista, una colonia de buitres
leonados que tenían su hábitat en la
Sierra del Guadarrama, a la que pertenece la Mujer Muerta. Iniciamos ya la subida, con el sol ascendiendo hasta su
cénit, cumbreando todo el perfil que daba nombre a la montaña. Primero
alcanzamos los pies, luego llegamos hasta las rodillas, una suave bajada y de
nuevo un ascenso casi en vertical que nos llevaría en zigzag entre piornos
hasta la barriga y el pecho, donde hay un monumento que representa a un animal,
erigido por el Servicio Geográfico y Catastral, donde figura una placa con la
altitud de dicha cima y que da nombre a esa cota como la
Peña del Oso. Desde el monumento se divisa la agrupación de
peñascos que conforman en la lejanía la cabeza de la mujer que reposa
inanimada. Dicen los del lugar que estaba embarazada.
La vista desde aquella altura era incomparable. Por
más que tratáramos de describir con palabras lo que veíamos y sentíamos, no
alcanzaríamos a transmitir a otros esas sensaciones. Respirábamos una
tranquilidad inmensa. Nos dábamos cuenta de lo insignificantes que éramos ante
tal despliegue de la
Naturaleza, de la que también formábamos parte, creando una
armonía que, únicamente el hombre es capaz de romperla. Almuerzo de bocata,
agua y unas naranjas que nos aportaban azúcares y calorías e iniciamos el
descenso por el mismo lugar. En la bajada encontramos un aprisco hecho por
algún pastor, que aprovechando una pequeña cueva entre unas peñas y colocando
una pequeña pared de piedras alrededor, se resguardaría más de una vez de
alguna ventisca o pasaría la noche en ella. El calor ya nos iba haciendo mella
y, la verdad, se nos hizo largo hasta llegar otra vez a las fuentes del
Milanillos donde saciamos la sed con esa agua fría, transparente, que surgía de
la nada. Soltando un poco nuestra imaginación, podíamos ver a Moisés golpeando
con su vara la roca, haciendo posible que brotara el agua viva.
Pasamos otra vez por todos los parajes y fuimos viendo
como una nube surgía por detrás de la silueta de la Mujer Muerta y nos iba
cubriendo con su sombra, quitándonos la quemazón de los rayos del sol. Al pasar
otra vez por el torreón pudimos ver que detrás de él apuntaba hacia el cielo,
queriendo alcanzarlo, un ciprés, capricho del dueño del lugar, que podría
significar que en ese lugar se alcanzaba la paz espiritual que te acercaba más,
si cabe a la gloria cristiana del cielo. Llegamos a casa, cansados, contentos y
haciendo planes para el siguiente año, que volveríamos a conquistar de nuevo la Peña del Oso.
Rabo de lagartija