Timoteo volvía
a casa después de una intensa mañana jugando a las cartas. Llegaba agotado y
deseoso de comer y ver su programa favorito desde su sillón. Su mujer le había
insinuado que, a lo mejor, tenía ganas y le hacía unas torrijas para tomar con
el café.
Abrió la
puerta y llamó a su mujer con el tono cariñoso de siempre. Nadie le contestó.
Llegó a la cocina y vio una nota que le había dejado Adelina. La habían llamado
de la peluquería que tenían un hueco libre y se había ido para hacerse un
moldeado y otras cosas, que esperara a que volviera para comer.
Timoteo se
acordó de la promesa de Adelina y hurgó por los almarios hasta que encontró una
fuente llena de deliciosas rebanadas de pan, bien remojadas y fritas, con su
canela y azúcar espolvoreado por encima. ¡Cómo se iba a poner con el café
después de comer! Esperó pacientemente un rato y su mujer no llegaba. Volvió a
mirar de nuevo las torrijas y, en un impulso echó mano a la de la esquina y se
la zampó sin remordimiento alguno. Ahuecó un poco las que estaban cerca y allí
no parecía que faltase alguna. Se sentó más contento a esperar.
Llegó Adelina
y se saludaron con cariño, como llevaban haciendo ya muchos años. Prepararon la
mesa, calentó ella la comida y comieron con el gusto y apetito de siempre.
Cualquier comida que le hiciera su mujer siempre era un manjar exquisito pues,
aunque no le gustaba cocinar, cuando se ponía le echaba todo el amor a los
guisos. Llegó el esperado momento del café, que Timoteo siempre preparaba.
Expectante,
esperaba a que le sorprendiera Adelina presentándole la bandeja de las
torrijas, pero su mujer se tomó el café sin más y por allí no aparecía el
asunto. Como si se hubiera dado cuenta en ese momento le preguntó si no se
había acordado de hacer ese postre especial de la fecha en que estaban. Adelina
le contestó que sí, que estaban hechas, pero que no se las sacaba porque ya las
había probado. Timoteo con cara de no haber roto un plato, le negó que en
absoluto las hubiera probado, puesto que desconocía si estaban hechas.
Adelina le
sonrió y con toda la ternura del mundo le preguntó que cómo se había manchado
tanto la camisa jugando a las cartas. Timoteo confesó su pecado y le pidió que
le perdonara, que no había tenido valor de resistir la tentación y que estaba
buenísima. Adelina lo besó y le sacó la bandeja junto con una servilleta de
papel que le colocó con todo el cuidado como un babero. Le dijo que si no
hubiera sido tan guarro, no habría dejado pistas de su delito.
Satisfecho,
Timoteo se sentó en su sillón y puso el programa que más le gustaba de la
televisión. Cuando vio que se había terminado dijo, como todos los días, que
qué corto se le había hecho. Adelina, a su lado, le miraba con ese amor
profundo que los años había afianzado en la pareja y le dijo que a ella también
le había parecido que el tiempo había pasado muy deprisa.
Rabo de lagartija
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