El capitán Xosé
Iglesias llegó a la conclusión de que la de un barco es
una de las dos
mejores construcciones humanas. La otra es la poesía.
En la cartografía de los territorios salvajes
hay un lugar marino donde
se podría
situar el centro exacto del abandono.
Allí donde hay días que se sobrepasa la fuerza
de lo medible
en la escala de la
fuerza de los vientos de Beaufort.
Los antiguos
fenicios transmitían una regla útil e irónica para enfrentase a
una tempestad: “reza
si quieres, pero no sueltes nunca el
timón”.
Iglesias, en la
tempestad, no soltaba el timón y ejercía a la vez el derecho de soñar.
Tener su propio
barco. “Uno es como el barco que sueña”, dice.
“Si tienes
cicatrices las tendrá el barco y según pienses así pensará el barco”.
El sueño de Xosé no era un gran buque. No era
un moderno Titanic.
Según el santo Brandán, el alma tiene forma de
barca.
Y otro legendario
navegante, el capitán Joshua Slocun, dio
la vuelta al mundo
en su balandra, el Spray,
que tenía más o menos la eslora del Primero
Villar,
el barco de pesca
artesanal que compró Xosé con los ahorros del larguísimo
combate en Rockar.
Un alma de nueve metros.
Cuatro años en el
extremo Gran Sol, en el límite de lo inaccesible, en el Rockar.
En el sitio más duro, donde casi nadie se aventura.
De los pioneros
gallegos en ese frente sin tregua se decía:
“Barcos de madera,
hombres de hierro”.
En febrero del 2000,
un buque oceanográfico ingles registró en el Peñón
de Rockar las
mayores olas jamás medidas por instrumentos científicos en el mar.
Olas gigantes a las
que también llaman las vagabundas.
Xosé Iglesias estaba allí, en el Grampian Avenger, aquel febrero, cuando pareció
que se habían dado
cita todas las olas vagabundas para tocar el cielo con la cresta.
Una de ellas alcanzó
29 metros
de alto. El equivalente a un edificio de 10 pisos.
Lo supo después,
cuando los oceanógrafos publicaron el informe.
En la medula del
esqueleto le quedó para siempre la
memoria
de la vibración
causada por la vagabunda gigante.
Quirón
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