El zumbido del despertador la sacó de
su ensueño. Apenas había conseguido reconciliar el sueño durante la noche,
pensando en el viaje que tenía que emprender aquella mañana hasta el lugar
donde habían quedado almacenados los primeros recuerdos de su infancia.
Mientras tomaba el desayuno, su mente
retrocedía hasta el día de su marcha del
pequeño pueblo. Fue el día de su primera comunión. Tras la ceremonia, todos los
niños que como ella habían tomado la comunión, fueron invitados a tomar un
chocolate con bizcochos. También recibieron una estampita como recordatorio de
aquel día. Terminada la ceremonia
regresaron a la casa para preparar el viaje que tendría lugar aquella
misma tarde. No recordaba el trayecto
del coche de línea hasta el lugar donde viviría a partir de entonces, solo
recordaba la muñeca que había recibido como regalo , abrazándola fuertemente para que nadie se la arrebatara.
Ya en la ciudad tuvo que
acostumbrarse a la vida en ella. Sus calles y sus gentes le resultaban
extrañas. Según iba pasando el tiempo se
fue acostumbrando al medio que la rodeaba, pero no dejaba de recordar al
pequeño pueblo, sus calles en tierra, el campo y sus siembras, muy cerca de la
casa. En el lugar donde ahora vivía no
había campos sembrados de trigales. Y cuando llegaba la primavera, el recuerdo de las tardes donde,
con las demás niñas que la acompañaban
en sus juegos, se zambullía en el sembrado donde las espigas, agitadas por el
viento, tomaban la apariencia de olas verdes de un mar en calma a la caída de
la tarde. Tampoco en la ciudad había una cañada donde jugar con
sus aguas, como lo había hecho en otro tiempo. También recordaba cómo, con las
lluvias de otoño, sus aguas se desbordaban, convirtiéndola en río, anegando las
tierras próximas a su orilla. Pero cuando llegaba la primavera, sus aguas se
llenaban de pequeños renacuajos que ella atrapaba con sus manos. Pero un día,
por sus tranquilas aguas transitaban juguetonas
culebras de agua ante las miradas curiosas de las niñas que jugaban cerca de la orilla. Por
un momento ella dio la espalda a la cañada, mirando hacia la casa por si
alguien salía para llamarles, y contar lo que allí había, pero no se veía a
nadie. Entonces se dio la vuelta y vio,
enfrente a ella, a una de las culebras puesta en pie que la miraba fijamente. Sin
esperar a averiguar lo que esta se
proponía, echó a correr hacía la casa. Desde aquel día no volvió a dar la
espalda al agua que corría por la cañada.
La mujer detuvo el hilo de sus
pensamientos. Ahora volvía después de los años al pequeño pueblo, pero el viaje
que iba a emprender era tan diferente al de aquel día. El del ayer significaba
el comienzo de un tiempo nuevo, mientras el de hoy era el de acompañarle a él
hasta su última morada. Llegado a este punto sacudió la cabeza para dejar a un
lado los recuerdos del pasado. Tomó la taza que tenía ante ella y de un sorbo
terminó su contenido. Seguidamente tomó
el pequeño bolso de viaje y salió a la calle. Hacía frío. Había estado nevando
durante la noche y la nieve caída había dejado su huella.
Cuando llegó hasta el coche, quitó la
nieve acumulada sobre los cristales y una vez hubo terminado, abrió la puerta,
y entrando en él, emprendió el viaje.
Mientras el coche avanzaba por la carretera, las preguntas se producían en su
mente. ¿Quedaría algún resquicio en el lugar al que se dirigía de aquel tiempo
pasado? ¿Le hablarían sus calles de sus pasos de aquel otro tiempo? Pronto
hallaría la respuesta a sus preguntas.
IRIS
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