El autocar me dejó en la
mismísima playa. Eché a correr como un poseso. Me fui descalzando y quitándome
la camiseta a trompicones. La arena quemaba las plantas de mis pies, pero no me
importaba. Saqué con prisas la toalla de baño, las cremas, las zapatillas y las
gafas de sol y las coloqué desordenadamente en un pedacito de arena libre que
quedaba a la orilla del mar. Llevaba puesto ya el bañador por lo que nada me
impidió salir corriendo y tirarme sobre la primera ola que rompía al borde de la
playa. Qué sensación el primer baño de mar ese verano. Nadé como si me
persiguiera un tiburón, saboreando el regusto a salado y la sensación de picor
del sol al calentar las gotas de mar en mi espalda.
Gocé como un niño pequeño en
su hora de baño. Hice cabriolas, atravesé por debajo las olas, me mecieron las
mismas haciendo el muerto. Al cabo de un buen rato de desfogar mis ansias de
baño, busqué con la mirada el borde de la playa para tratar de descubrir dónde
había dejado mi toalla. No había fijado ninguna referencia antes de meterme en
el agua por lo que desde lejos no descubrí mis pertenencias. Bueno, era
cuestión de salir del agua y recorrer bien a derecha o a izquierda el borde
hasta localizar mi toalla, con sus dibujos en verde y marrón. Cuando ya hice
pie fui caminando en vez de nadar. A los pocos pasos noté algo que me rozaba en
la ingle. Algo meloso y suave. Bajé la vista y apenas pude descubrir una
especie de seta grande, transparente, que se desplazaba hacia un lado. Una
medusa. Sólo de pensarlo ya me picaba la zona que había tenido contacto con
ella. Me apresuré a salir y miré a ambos lados. Nada. No se veía mi toalla por
ningún sitio. La marea me habría desplazado sin darme cuenta. Comencé a caminar
hacia donde mi intuición me llevó. La picazón iba en aumento pero evitaba
rascarme, debido a lo delicado de la zona.
Qué alivio. Por fin descubrí
mi toalla. Al parecer habían puesto otra pegada a la mía y habían plantado una
sombrilla en medio. Qué bien. Me senté en ella, alargué la mano y cogí el tubo
de la crema sin mirar. Lo destapé, unté una buena porción en el dedo y,
tapándome con parte de la toalla, me froté la parte picajosa, notando en
principio un cierto alivio. Cómo el bañador me rozaba bastante donde me picaba,
decidí quitármelo, enrollando la toalla a mi cintura. Decidí irme a buscar el
apartamento que tenía contratado. Al echar a andar divisé a dos espléndidas
jóvenes que venían corriendo hacia mí, haciendo aspavientos con los brazos.
Intrigado, esperé a que llegaran a mi altura. La primera que llegó, trató de
quitarme la toalla enrollada en mi cuerpo, al tiempo que vociferaba como una
loca que era suya. Forcejeamos y en el tira y afloja, me quedé como Dios me
trajo al mundo. No se cómo, conseguí convencerla para que me dejara la toalla mientras
aclarábamos el tema.
Quedó claro el malentendido
y fuimos los tres por la playa hasta que encontramos mi toalla. Hasta última
hora no me acordé de la crema que me había dado y al comentarlo, entre risas,
me dijeron que el tubo contenía una crema colorante para teñir de rubio el
pelo. No quise ni pensar, cuando volviera a mi casa, qué explicación creíble
contaría para justificar el nuevo color de mi vello púbico. No obstante, tengo
que decir, que la joven de la toalla se ofreció amablemente para facilitarme un
producto que me aliviaría los picores. Esa tarde pasé por su apartamento a
recogerlo. Se me hicieron cortísimos los quince días de playa y sol que
disfruté ese verano.
Rabo de lagartija
No hay comentarios:
Publicar un comentario