miércoles, 24 de diciembre de 2014

El espíritu de la Navidad





            La soledad de la noche nos envolvía. No pasaba un alma por aquel lúgubre extrarradio. Benigna y yo nos apretábamos el uno contra el otro para darnos un poco de calor, que nuestras pobres y livianas ropas no alcanzaban a procurarnos. ¿Cómo íbamos a volver a casa con las manos vacías? ¿Qué les diríamos a nuestros hijos? Los habíamos dejado con la vana promesa de traerles una gran cena de Navidad. Después de recorrer todos los mercados próximos, en ninguno nos fiaron. Únicamente nos dieron alguna fruta macada y una barra de pan trasnochada.

            Al cruzar una calleja oímos pasos al fondo de la misma. Alguien andaba todavía a esas horas tardías. Un golpe seco y un quejido lastimoso hicieron que nos parásemos a escuchar qué ocurría. Al cabo de poco tiempo, unos pasos presurosos se alejaban en dirección contraria a la que estábamos. Escuchamos atentos y oímos apenas una voz que pedía auxilio. Nos acercamos cautelosamente hasta donde procedía la llamada y vimos tendido en el suelo a un hombre, relativamente joven, al que le habían golpeado en la cabeza. Le preguntamos cómo se encontraba y nos dijo con un hilo de voz que mareado e imposibilitado para ponerse en pie. Estaba en mangas de camisa por lo que supusimos que le habían quitado la chaqueta y se la habían robado junto con las pertenencias que llevara. Lo levantamos entre los dos como pudimos y, medio a la rastra, lo llevamos ocho manzanas hasta donde sabíamos que existía un centro de urgencias médicas. Después de dejarlo en manos de unos enfermeros y de explicarles donde y cómo lo habíamos encontrado, lo metieron para adentro y nos marchamos a nuestra casa, tristes y desengañados de la falta de bondad de la gente.

            Al día siguiente, por la mañana temprano, tomamos una determinación. Iríamos a un supermercado del centro de la ciudad y con la excusa de comprar una botella de leche, nos guardaríamos entre las ropas alguna tableta de turrón y una bandeja de filetes y algún embutido. Nuestros hijos tendrían comida que les recordara que estábamos en Navidad. Con un miedo que atenazaba nuestras extremidades, procedimos como habíamos decidido, cuidando de coger los artículos cuando estábamos seguros que nadie nos miraba. Al llegar a la caja para pagar la leche, un señor trajeado que estaba junto a la cajera, nos invitó amablemente a que le siguiéramos hasta una oficina que había al fondo del establecimiento. Temblando y sin saber qué responder cuando nos preguntaran, nos hicieron subir una escalera hasta una habitación que dominaba todo el supermercado. Allí nos dimos cuenta que a través de un cristal, que por fuera parecía un espejo, vigilaban los movimientos de la clientela, además de algunos monitores en los que cámaras, ocultas a la vista, permitían ver hasta los últimos rincones. Había dos personas más que, nada más entrar, nos ametrallaron a preguntas y nos hicieron vaciar bolsillos e interiores de nuestras ropas. Humildemente contestamos, una y otra vez, que no teníamos medios para dar de comer a nuestros hijos, que se quedarían un año más, sin saber que se celebraban las fiestas de la Pascua.

Un teléfono sonó en la habitación. Contestó uno de ellos, que no dejó de echarnos miradas mientras que alguien al otro lado del hilo le hablaba. Cuando terminó la conversación y colgó, nos preguntó si nuestro domicilio era el que figuraba en el carné. Al asentir nosotros, tomó nota del mismo en un papel y salió de la habitación.       Estuvimos un buen rato en la misma, inquietos y asustados por lo que nos pudiera pasar y qué sería de nuestros hijos. La habitación tenía una ventana que debía dar a otra dependencia de las oficinas. Las cortinas estaban echadas desde el otro lado y nos pareció que alguien las descorría cautelosamente y nos observaba sin que pudiéramos saber quien era. Al cabo de un rato, volvió el del teléfono y nos informó que nos iban a llevar hasta la comisaría más próxima. Nos hicieron subir a un camión de reparto y nos sentaron entre el conductor y el hombre del teléfono. Arrancó el camión y callejeó por unas cuantas manzanas. Se nos hacía muy largo el viaje hasta la comisaría. Poco a poco nos dimos cuenta que estábamos circulando por nuestro barrio, muy próximos a nuestro domicilio. El camión paró en la puerta de nuestra casita baja. Se apearon ambos sin mediar palabra y nos conminaron a bajarnos y abrir la puerta de nuestra vivienda. Nuestros hijos salieron prontamente preguntándonos qué les traíamos para comer en Navidad. Los dos hombres abrieron la trasera del camión y, una detrás de otra, fueron sacando cajas de cartón repletas de productos, que fueron introduciendo en el salón de la casa. Observábamos completamente paralizados las maniobras. Por fin, vaciaron el camión, nos entregaron un sobre cerrado y se marcharon sin mediar ninguna palabra.

            Entramos en nuestro hogar. Benigna y yo nos miramos. Los chicos también nos miraban con los ojos brillantes y una sonrisa de oreja a oreja. Empezaron a abrir cajas de las que salieron jamones, latas, turrones, figuritas de mazapán, botellas, legumbres, frutas, manteles y servilletas multicolores de papel. Todo lo que hubiéramos soñado tener para ese día, allí estaba. Emocionados, procedimos a abrir el sobre. Dentro, una tarjeta con un nombre al que le añadía el cargo de Presidente de la Cadena V de supermercados. Por detrás de la misma habían escrito a mano un mensaje: “Eternamente agradecido por demostrarme que en este mundo todavía existen personas que, sin tener nada material que ofrecer a los demás, poseen la riqueza de la solidaridad. Les deseo que disfruten del verdadero espíritu navideño junto a sus hijos. Vengan a verme cuando pasen estas fiestas. Quedo siempre a su disposición”.

            Una firma, sencilla y limpia, rubricaba el mensaje.

                                               Rabo de lagartija

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