martes, 9 de diciembre de 2014

La culpa la tuvo la leche





Golpeé la puerta varias veces y no la abrieron. La culpa la tuvo la leche, dijo Manuela a sus compañeras de trabajo mientras se encaminaban hacia la parada del autobús que las llevaría de regreso a casa. La mujer guardó silencio unos instantes, luego, viendo el interés que sus acompañantes mostraban por lo que estaba contando, la animaron a seguir con el relato al tiempo que les indicaba que empezaría desde el principio, para que lo entendieran mejor: 
       
Los hechos  tuvieron lugar el verano. Habíamos alquilado un apartamento en la playa para pasar las vacaciones toda la familia. Emprendimos el viaje rumbo al lugar elegido. Llegamos a media tarde,  cansados  del largo viaje, y  lo único que deseábamos era descansar para, al día siguiente, irnos pronto y coger un buen sitio en la playa.

A la mañana siguiente, los miembros de la familia fueron llegando a la cocina para el desayuno, pero no había leche. En esto, llegó de la calle el sonido del claxon y la voz que anunciaba  la llegada de la furgoneta con el reparto de la leche y el pan. Al escuchar el anuncio del repartidor, me ofrecí voluntaria para bajar a comprar la leche para el desayuno. Busqué un recipiente donde traer la leche y encontré  una lechera al abrir uno de los armarios de la cocina. Tomé la lechera y bajé a la calle. Una vez en ella, me acerqué al grupo de mujeres que rodeaban al hombre que despachaba la leche y esperé. Cuando llegó mi turno, acerqué mi lechera y, una vez que esta estaba llena, pagué el importe que me dijo  el vendedor y me encaminé de nuevo hacia el portal de la vivienda que ocupábamos. Subí las escaleras con sumo cuidado, para que no se vertiera el contenido del recipiente y,  una vez arriba llamé a la puerta. Pero la puerta no se abría. Extrañada, volví a llamar una y otra vez. Que raro, me decía, los había dejado a todos levantados antes de bajar. Como seguía sin recibir respuesta, decidí bajar a la calle y llamar a ver si por la terraza aparecía alguien y me veía. Pero al igual que la puerta, la terraza no se abría. Mosqueada volví a subir y  llamé de nuevo, pero  nadie respondía a mi llamada. Sin saber ya ni que pensar ni hacer y, tras permanecer  un tiempo en el descansillo, decidí bajar a la calle. Miré de nuevo hacia la terraza. Ningún movimiento se apreciaba en ella, pero sin embargo en esta ocasión pude ver en la terraza de al lado a una anciana que me miraba con curiosidad. Por un instante  pensé en pedirle que llamara a la puerta de al lado, pero deseche la idea.  No iba a tener ella mejor suerte que yo, me dije. Sin saber ya que hacer, cansada de subir y bajar escaleras y con la lechera en la mano, me senté en la acera de la calle, esperando que en algún momento alguien de mi familia me rescatara. No sé el tiempo que permanecí en la espera, cuando del portal de más debajo de donde yo me encontraba salió el abuelo. Al verle, el intento de incorporarme  y dar rienda suelta al enfado que llevaba dentro por no haberme abierto la puerta, quedó suspenso en el aire. Su cara reflejaba sorpresa y,  cuando llegó hasta donde yo estaba, me preguntó  porque estaba en la calle y no había subido a casa. Entonces  comprendí lo sucedido, me había equivocado de portal.


IRIS


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