Golpeé
la puerta varias veces y no la abrieron. La culpa la tuvo la leche, dijo
Manuela a sus compañeras de trabajo mientras se encaminaban hacia la parada del
autobús que las llevaría de regreso a casa. La mujer guardó silencio unos
instantes, luego, viendo el interés que sus acompañantes mostraban por lo que
estaba contando, la animaron a seguir con el relato al tiempo que les indicaba
que empezaría desde el principio, para que lo entendieran mejor:
Los
hechos tuvieron lugar el verano.
Habíamos alquilado un apartamento en la playa para pasar las vacaciones toda la
familia. Emprendimos el viaje rumbo al lugar elegido. Llegamos a media tarde, cansados
del largo viaje, y lo único que
deseábamos era descansar para, al día siguiente, irnos pronto y coger un buen
sitio en la playa.
A
la mañana siguiente, los miembros de la familia fueron llegando a la cocina para
el desayuno, pero no había leche. En esto, llegó de la calle el sonido del
claxon y la voz que anunciaba la llegada
de la furgoneta con el reparto de la leche y el pan. Al escuchar el anuncio del
repartidor, me ofrecí voluntaria para bajar a comprar la leche para el
desayuno. Busqué un recipiente donde traer la leche y encontré una lechera al abrir uno de los armarios de
la cocina. Tomé la lechera y bajé a la calle. Una vez en ella, me acerqué al
grupo de mujeres que rodeaban al hombre que despachaba la leche y esperé. Cuando
llegó mi turno, acerqué mi lechera y, una vez que esta estaba llena, pagué el
importe que me dijo el vendedor y me
encaminé de nuevo hacia el portal de la vivienda que ocupábamos. Subí las
escaleras con sumo cuidado, para que no se vertiera el contenido del recipiente
y, una vez arriba llamé a la puerta. Pero
la puerta no se abría. Extrañada, volví a llamar una y otra vez. Que raro, me
decía, los había dejado a todos levantados antes de bajar. Como seguía sin
recibir respuesta, decidí bajar a la calle y llamar a ver si por la terraza
aparecía alguien y me veía. Pero al igual que la puerta, la terraza no se
abría. Mosqueada volví a subir y llamé
de nuevo, pero nadie respondía a mi
llamada. Sin saber ya ni que pensar ni hacer y, tras permanecer un tiempo en el descansillo, decidí bajar a
la calle. Miré de nuevo hacia la terraza. Ningún movimiento se apreciaba en
ella, pero sin embargo en esta ocasión pude ver en la terraza de al lado a una
anciana que me miraba con curiosidad. Por un instante pensé en pedirle que llamara a la puerta de
al lado, pero deseche la idea. No iba a
tener ella mejor suerte que yo, me dije. Sin saber ya que hacer, cansada de
subir y bajar escaleras y con la lechera en la mano, me senté en la acera de la calle, esperando que en algún momento alguien de
mi familia me rescatara. No sé el tiempo que permanecí en la espera, cuando del
portal de más debajo de donde yo me encontraba salió el abuelo. Al verle, el
intento de incorporarme y dar rienda
suelta al enfado que llevaba dentro por no haberme abierto la puerta, quedó
suspenso en el aire. Su cara reflejaba sorpresa y, cuando llegó hasta donde yo estaba, me
preguntó porque estaba en la calle y no
había subido a casa. Entonces comprendí
lo sucedido, me había equivocado de portal.
IRIS
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