Vanesa
empezaba a notar los efectos de los ciclos que le estaban poniendo. Cansancio,
náuseas, vómitos y la caída del pelo. Sus defensas mermaban y tenía que volver
a recuperarlas para el próximo ciclo.
Todos los días
se miraba al espejo que, junto con el peine, reflejaba la realidad de la caída
del pelo. Una mañana decidió raparse la cabeza para no sufrir más viendo cómo
perdía su melena rizada que tanto gustaba a su marido. ¡Ya está! Y ¿ahora qué?
Se puso el
gorro de invierno y salió a la calle. En Internet había buscado una tienda que
ofrecía distintos modelos de pelucas para ocultar su calvicie. La encontró y
entró con aire de culpabilidad por tener que acudir a dicho establecimiento. Le
enseñaron diversos modelos y se probó alguno. No estaba convencida y dijo que
se lo pensaría.
Cuando llegó a
casa le dio vueltas al asunto y recordó aquella vecina mayorcita que sufría una
alopecia aguda y que optó por ponerse peluca. Se le notaba desde la distancia
que no era su pelo, que no era su estilo de peinado y, a saber con qué
materiales lo fabricaban. No. Esa no era la solución que quería.
Rebuscó por
los cajones sin saber en concreto qué buscaba, hasta que encontró, bien doblado
y semioculto en el fondo de un cajón, aquel pañuelo que le regaló su marido
para cuando iban en la moto, ella de paquete abrazada a él y dándole el aire en
la cara y su pelo sujeto por aquel pañuelo para no despeinarse.
Se lo probó de
distintas maneras hasta que encontró una que no le quedaba mal. Unos retoques
aquí y allá y se miró definitivamente en el espejo. Vio reflejada una mujer,
todavía joven con la cabeza cubierta con estilo y elegancia de un colorido y
jovial pañuelo. Una media sonrisa afloró a su rostro. Se pintó las cejas con el
lápiz de sombra, se paseó el pintalabios por sus labios resecos y tiró una raya
artística por encima de sus pestañas.
Esperó
pacientemente a que su marido volviera del trabajo. Oyó abrir la puerta y los
pasos hasta el salón. Venía a darle el beso de saludo y se quedó parado, a medias
de agacharse sobre el rostro de su mujer. Su cara reflejaba sus sensaciones y
sentimientos que Vanesa leía con avidez. Una amplia sonrisa espontánea afloró
en el rostro de su marido y unas palabras surgieron de su corazón:
“Cariño, te
quiero con pelo, sin pelo, sin pañuelo y con él. Estás preciosa”.
Vanesa salía
todos los días a la calle con la alegría reflejada a su rostro.
Rabo de lagartija
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