Regresábamos
después de pasar unos días de vacaciones en la playa. Durante el tiempo que
duró el trayecto y desde la ventanilla del coche fui observando el paisaje que
se ofrecía ante mis ojos.
Según
avanzaba el vehículo por la carretera se podía apreciar los cambios que se iban
produciendo a lo largo del camino. Al principio el entorno de la vía se cubría
de verde que vestían los árboles que acababan de tirar la flor para dejar paso
al fruto, y cerca de ellos el mar y el sonido de las olas. Por unos instantes
dejé de contemplar el paisaje y cerrando los ojos reviví mis paseos por la
playa, las olas que llegaban hasta la orilla y a la línea que dividía el cielo
y mar y cómo este se teñía del mismo color.
El
viaje seguía su curso. De nuevo me dispuse a contemplar lo que se veía a través
de la ventanilla. Ahora los campos que atravesábamos se cubrían de trigales
y sus espigas verdeaban sacudidas por la
suave brisa que había empezado a mover sus finísimos tallos. Por unos instantes
pensé en los trigales de otro tiempo.
Recordé que de niña jugaba junto con otras niñas en el sembrado que
había junto a la casa donde vivíamos. Sonreí al recordar cómo nos lanzábamos
los tallos que se mecían como si fuera un mar de verdes aguas acariciadas por
el viento suave de las tardes de primavera. Algún tiempo después, y ya en la
ciudad, seguía recordando aquellos campos sembrados y el olor del trigo verde.
Años después, cuando desde la carretera veía una siembra de trigo, me decía a
mí misma que aquellos no eran tan altos como los de mi niñez, que casi
alcanzaban mi estatura, hasta que un día comprendí que los trigos crecían
igual, lo que había ocurrido es que yo ya no era la niña que jugaba entre las
espigas de los trigales verdes.
Los
campos sembrados dejaron paso a los viñedos. Las cepas ofrecían un orden
riguroso, y de sus enroscados troncos comenzaban a brotar las verdes hojas que
darían cobijo a las uvas, que tímidamente empezaban a florecer.
El
viaje tocaba a su fin. En la distancia se podía ver los altos edificios de la
gran ciudad. Ahora según nos íbamos acercando a ella, la carretera se abría en
brazos que llevaban a los coches hasta su lugar de destino.
Por
unos instantes mire al retrovisor, no al del coche, sino al de mi mente. De nuevo creí ver los verdes campos.
Las amapolas que sobresalían entre la hierba con sus faldas rojas. Los viñedos
con sus troncos enrocados. Y a la niña que jugaba entre los trigales verdes.
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