sábado, 28 de mayo de 2016

El retrovisor





            Regresábamos después de pasar unos días de vacaciones en la playa. Durante el tiempo que duró el trayecto y desde la ventanilla del coche fui observando el paisaje que se ofrecía ante mis ojos.

            Según avanzaba el vehículo por la carretera se podía apreciar los cambios que se iban produciendo a lo largo del camino. Al principio el entorno de la vía se cubría de verde que vestían los árboles que acababan de tirar la flor para dejar paso al fruto, y cerca de ellos el mar y el sonido de las olas. Por unos instantes dejé de contemplar el paisaje y cerrando los ojos reviví mis paseos por la playa, las olas que llegaban hasta la orilla y a la línea que dividía el cielo y mar y cómo este se teñía del mismo color.

            El viaje seguía su curso. De nuevo me dispuse a contemplar lo que se veía a través de la ventanilla. Ahora los campos que atravesábamos se cubrían de trigales y  sus espigas verdeaban sacudidas por la suave brisa que había empezado a mover sus finísimos tallos. Por unos instantes pensé en los trigales de otro tiempo.  Recordé que de niña jugaba junto con otras niñas en el sembrado que había junto a la casa donde vivíamos. Sonreí al recordar cómo nos lanzábamos los tallos que se mecían como si fuera un mar de verdes aguas acariciadas por el viento suave de las tardes de primavera. Algún tiempo después, y ya en la ciudad, seguía recordando aquellos campos sembrados y el olor del trigo verde. Años después, cuando desde la carretera veía una siembra de trigo, me decía a mí misma que aquellos no eran tan altos como los de mi niñez, que casi alcanzaban mi estatura, hasta que un día comprendí que los trigos crecían igual, lo que había ocurrido es que yo ya no era la niña que jugaba entre las espigas de los trigales verdes.

            Los campos sembrados dejaron paso a los viñedos. Las cepas ofrecían un orden riguroso, y de sus enroscados troncos comenzaban a brotar las verdes hojas que darían cobijo a las uvas, que tímidamente empezaban a florecer.

            El viaje tocaba a su fin. En la distancia se podía ver los altos edificios de la gran ciudad. Ahora según nos íbamos acercando a ella, la carretera se abría en brazos que llevaban a los coches hasta su lugar de destino.

            Por unos instantes mire al retrovisor, no al del coche, sino al de mi  mente. De nuevo creí ver los verdes campos. Las amapolas que sobresalían entre la hierba con sus faldas rojas. Los viñedos con sus troncos enrocados. Y a la niña que jugaba entre los trigales verdes.


I R I S

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