Rosalía, como la mitad de los españoles, había
emigrado con sus padres de su Galicia natal a la capital de España. Había
crecido feliz con sus padres y hermanos, aunque lo que a Rosalía más le gustaba
eran las vacaciones con los abuelos, allá en la aldea en medio del bosque.
Eran cuatro casuchas oscuras y poco cómodas, pero a
Rosalía le daba igual, ella iba porque la encantaba su tierra, sobre todo por
sus abuelos, unos abuelitos a los que la niña adornaba con todos los colores
del amor. Amor reciproco, que se translucía cuando el rostro arrugado de su
abuela al mirarla lo derramaba, o cuando al peinarla la acariciaba con aquellas
callosas manos, que tan duro trabajaban, pero eran tan dulces con ella…
Rosalía les ayudaba en los quehaceres, con los
animales y con los recados o cualquier cosa que la pidieran. Hacer recados la
apetecía mucho, tenía que bajar al pueblo y lo hacía gozosa, bajaba casi
corriendo y canturreando. Todo la entusiasmaba de su tierra, el campo tan
verde, tan lleno de árboles, tan frondosa toda la zona, tan preciosa a su
mirada.
Ahora, sabía
ella que la casa de sus abuelos estaba enclavada en una región deprimida, del
interior de Orense. Eso comentaban sus padres, cuando en Madrid se reunían con
los paisanos en la casa de Galicia, sita
en la C /
Carretas, arriba, cerca de la
Plaza de Sta Ana.
Cómo le
gustaba eso de juntarse con otros gallegos a Rosalía, porque hablaban de su
tierra, de sus paisajes, y por el tono de voz, se les escapaba esa saudade, esa
morriña, que a Rosalía la trasladaba a aquellos campos de Galicia, tan dispares
a los de Madrid.
Vaya, que
nadie crea que la galleguita no se lo pasaba bomba en la capital, bien al
contrario. Desde su niñez, su tiempo de escuela, el de la universidad, todos
fueron disfrutados por Rosalía al máximo. Fueron tiempos incomparables de
alegría y amistad, también de compromiso y protesta para con la naturaleza
desde la Universidad ,
afiliada a un grupo ecologista. Estos la habían provisto de jolgorios y
sentadas, tan caros en sus recuerdos, dando paso a un buen trabajo de
licenciada, en Homeopatía naturalista, que la satisfacía. Vivía cómodamente
rodeada de su familia y con muy buena
salud.
Aunque un poco tarde, un hombre se había implantado
en su vida productiva y quizás un tanto estresante. Eduardo siempre estuvo
allí, era un viejo y querido amigo al que ella no prestara más atención que a
cualquier otro del grupo ecologista.
En el último altercado con la policía, por los
desafueros contra el medio ambiente del alcalde Gallardón en la Casa de Campo, donde además
de arrasar con la masa forestal protegida, había tirado parte de una valla de
gran valor ecológico, construida por Sabatini.
Estaban
sentados protestando. Llegaron los antidisturbios y nos dieron con la porra, no
me podía levantar y llovían palos, Eduardo se interpuso entre ella y la porra,
como tantas veces. Al final, terminaron los dos en la comisaría. Una noche juntos en
semejante lugar y doloridos, dio lugar a confidencias y consuelos, y Rosalía
descubrió a Eduardo. Un Eduardo desconocido, alguien no vislumbrado antes y que
de repente lo llenaba todo con su personalidad. Debía de haber estado en el limbo o anestesiada
para no advertirle. El caso es, que compartían la vida y su mejor consecuencia;
Julia. Rosalía No quería dejar a su hija con nadie, y tampoco perder su
independencia profesional.
Ante el problema, Eduardo y ella, decidieron que
era hora de cambiar de vida. Una aldea
del Alto Aragón, les recibiría con agrado, solo tendrían que restaurar la casa
que más les apeteciera, y ocuparla. Con la casa, les regalaban determinada
cantidad de terreno. Rosalía plantaría y recolectaría las plantas y las mandaría
a Madrid y Eduardo, siendo ingeniero agrónomo, pronto encontró acomodo en el
campo. Rosalía estaba entusiasmada ante
el panorama que desde la ventana norte
de su ”nueva casa”, la mostraba la campiña aragonesa, y a lo lejos, las cumbres
de los Pirineos nevados.
Quirón
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