Su sonrisa abierta, espontánea y natural me
desarmó. Yo venía con el ánimo predispuesto a fajarme en una lucha dialéctica
que pusiera en claro mi disconformidad total a sus ideas liberales de lo que
era una relación de pareja.
Unos meses antes habíamos coincidido en una
marcha solidaria por la erradicación de la pobreza. Ella lucía su melena dorada
al viento, su ímpetu juvenil al cantar las consignas establecidas por los
organizadores, su elasticidad al caminar junto a los demás. Algo en ella me
atrajo, por no decir todo. Traté de ponerme a su lado y entablar una
conversación, referida al motivo de la marcha, que diera pie a que nos
conociéramos un poco más y ver si de alguna manera se fijaba en mí. Hablamos,
criticamos a los ricos, vilipendiamos a los políticos, acusamos a los
insolidarios, proclamamos la igualdad de derechos de todos los seres humanos y,
en un momento dado, nos presentamos el uno al otro e indagamos en nuestros
gustos, ideales, y proyectos de futuro.
Aquello dio pie a que coincidiéramos
otras veces en reuniones de colectivos y otras manifestaciones. Quedábamos en
algún punto para ir juntos a los acontecimientos. Intimamos. Nos conocimos más
a nivel del intelecto y de la piel. Estábamos a gusto juntos y coincidíamos en
muchos de nuestros sueños. Nos probamos como pareja estable y, al principio
funcionó.
A pesar de nuestra buena relación,
poco a poco fui comprobando que ella tenía un espíritu libre, que la hacía
abrirse a todos los que la conocieran, sin cortapisas y de una forma natural.
Siempre he tenido la convicción del respeto a la libertad individual del ser
humano. No he tolerado nunca el sentido de posesión o de menosprecio y
manipulación de una persona a otra, por el hecho de ser pareja. El formar una
pareja no es una obligación, es una decisión voluntaria entre dos personas que
desean compartir sus sueños y sentimientos, siempre desde el respeto mutuo.
Dicho esto, tengo que reconocer que
algunas de las mariposas que revoloteaban en mi estómago, debieron chocar entre
ellas, descolocándome al percibir como abría los brazos a diestro y siniestro
mi pareja y cómo se arrebujaban entre ellos toda clase de personas. Reconozco
que no hacía excepciones de sexo, condición o edad. Yo pensaba que en la pareja
dejaba de existir el tú y yo y nacía el nosotros. Mi pareja conjugaba el verbo
amar no sólo en la primera persona del plural, sino en todas ellas.
En este momento, al ver su sonrisa,
me doy cuenta de que la culpa de lo que siento al verla actuar así, la tengo yo
por no ser capaz de repartir mi amor como hace ella, y concentrarlo
egoístamente en una sola persona. También me ha hecho recapacitar en el sentido
que a las personas no hay que tratar de cambiarlas sino amoldarse a ellas y
aceptarlas como son.
Rabo
de lagartija
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