sábado, 16 de mayo de 2015

Un espacio vacío





         Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar, la llegada de otro amigo…

         No sé cómo se le llama a la gente que llora sin consuelo la pérdida de un ser entrañable y peludo, un ser que desde hace 10 años ha sido uno más de la casa.

         Alguien que siempre estaba pendiente de todos y cada uno de nosotros.

         Un ser que exigía una mirada, una caricia, una palabra que él escuchaba, entendía y por la cual se ponía triste o tan contento, que era muy normal tenerle que reír, ¡calla Quirón! ¡Que te estés quieto, deja de saltar! ¡Sin no te estás quieto te meto en la cocina! Se acabó el barullo, agachaba las orejas y se hacía una rosca en el sillón con una mirada lastimera, que inmediatamente alguien acariciaba, sus orejas se estiraban y todos contentos. A Quirón no le gustaba la cocina porque era donde dormía. Allí le encerraba yo todas las noches al acostarme la última.

         Era un cielo de animal. En estos días últimos, con los obreros en el comedor, hacíamos la vida en la cocina. Pero Quirón, que estaba malito, se mantenía fuera, tambaleándose en pie y se acercaba hasta la puerta para mirarnos, tan triste que le decíamos entra y le dábamos algo que siempre hubiera cogido alegre, pero él no entraba en la cocina.

         Llevaba muchas inyecciones y no mejoraba. Mi hija, que iba a la universidad, preguntó en Veterinaria si le podían mirar. Le llevó mi hija y volvió descompuesta. El veterinario dijo no comprender como se mantenía en pie. Tenía invadido su pequeño organismo por ese mal que tanto ensombrece la vida de los humanos, cáncer.

         Atracón de llantos y recomendación a la calma. Al día siguiente, sábado, mi hija se fue al río con sus futuros suegros, y su padre y yo decidimos no dejarle sufrir más. Por la mañana lo llevamos a sacrificar en una clínica de la capital. (Para ellos la eutanasia está permitida) Una inyección le devolvió su semblante de paz. Pero para mí, saber que le había quitado la vida me mataba. No podía dejar de llorar. No podía entrar en casa porque él ya no estaba, así que nos fuimos al pueblo, a llorar porque él había dejado de sufrir, pero yo he perdido algo muy importante, seguramente quien mejor me comprendía y mi amigo más fiel.

         Yo le rechacé cuando le trajeron y, tal vez por eso, puso todo su empeño en ganarme para su causa. Él miraba por mí, lo demostró muchas veces, yo temía a los perros grandes y cuando iba conmigo él los gruñía y se enzarzaba con ellos. Salía perdiendo pero no lo dudaba. A Quirón no le gustaba el agua, y los chicos le tiraban piedras para que fuera a buscarlas a la orilla del mar, pero ni por esas. Me metía yo en el mar, y él, ladrándome, se lanzaba detrás hasta casi ahogarse. Hasta que no salía yo, él no salía, ni dejaba de ladrar, ni se quedaba tranquilo.

         Tengo que confesar que quería mucho a mi perro y que, un mes después alguna vecina aún me preguntaba, ¿y Quirón, hace días que no le veo? Y yo agachaba la cabeza y seguía sin poder contestar. Se me ponía una bola en el pecho, se me nublaban los ojos y salía corriendo. Me ahogaba. No sé lo que pensarían de mí, pero me da lo mismo. Me faltaba Quirón.

         Cuanto le echaba de menos. Era un perro callejero, golfo, alegre, simpático y cariñoso, que alivió tanto mis angustias en los tiempos peores. Ahora su hueco no podrá ser ocupado por nada ni nadie. No me voy a desesperar, pero sé que mis lágrimas en estos días no serán para nadie. No puedo pensar más que en él.

         Permitidme que por un tiempo me quede lamiéndome las heridas por mi amigo del alma.


Quirón

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