sábado, 23 de mayo de 2015

Los 15 años de la niña bonita





Los 15 años de una jovencita de 1955, no tienen nada que ver con los 15 años de su nieto Adrián.  ¿Te  imaginas aquella época (Llamada del hambre)?. Seguro que no, a no ser que seas de la misma quinta. Fue tremenda: por el trabajo que tenían que realizar diariamente y desde que eran capaces de mantenerte en pie. Desde que salía el sol hasta que este se acostaba, desde el más pequeño de la casa al más mayor. Todos en la casa estaban todo el día ocupados en algo: en los huertos, con los animales,  comiendo, en la escuela o durmiendo nada más caer la noche.

 Con este compromiso para con la vida, era para ellos un frenesí, un deseo irrefrenable de seguir adelante, de no parar. Era como si tuvieran  la imperiosa necesidad  de demostrar que era suya la responsabilidad de sacar la casa adelante, ayudando con su esfuerzo. (Así como Sísifo que tenía, como castigo, que empujar por la empinada cuesta la  enorme roca). Su  roca era la pura supervivencia, seguir  comiendo. Y aunque la roca se les escapara y cayera  al fondo del barranco, corrían tras ella porque era menester no cejar en el empaño y subirla y mantenerla en todo lo alto, y no cejar para no volver  hasta comenzar otro azar. Tan acostumbrados estaban a tantos empeños, que de esa manera y con mucho tesón, porque no tenían más que sus manos y muchas ganas, en aquel abril del 55 cumplió los 15 años. Como cada domingo,  su madre calentaba agua  para lavarse en un gran barreño azul, que los permitía meterse en él en cuclillas y enjabonarse bien, para salir todas limpias y guapas. Su madre le trajo un vestido amarillo pálido, parecía muselina y un cancán, para darle cuerpo a aquel vaporoso y precioso vestido, que  su  madre le había confeccionado puntada a puntada.

Una vez arregladas se fueron su hermana Maleli y ella a buscar a la prima Carmina que era un año mayor que Maleli. Después llegó otra prima, Milagros, que era 5 años mayor que ella, y paseaban como todos los fines de semana: por la plaza de las Salesas, las calles Bilbao y San Bernardo, hasta llegar a la Gran Vía, todas juntas del bracete. Se acercaban los moscones y al final se marchaban al no hacerles caso. Comían y luego se iban al cine de barrio, de sesión continua, de los que había muchísimos por el centro de Madrid, a pasar la tarde. Si hacia malo las veían dos veces. Y pasaban las tardes más contentas que unas pascuas.

 Que años aquellos, todos los chicos se metían con ellas y, aunque tímidas, tanta atención  las volvía vanidosas y coquetas. Por algo andaban en la edad del pavo. Pero eso sí, muy serias y pudorosas, porque todo era pecado, porque  nacimos con el “nacional catolicismo” como bandera y base de la vida.  Eso  creaba patente.
         
Todas tenían la gran ambición de crearse un futuro a base de trabajar el día a día, acostarse tan cansadas por tantas horas de esfuerzo agotador, con el único afán de llevar a su madre el exiguo sueldo que les daban a fin de mes, y ver en su cara si la complacía, si la parecía bien. Y la pobre se quedaba un poco en suspenso esperando su reacción. Era impepinable en ella, abría el sobre y ¡hombre, hija! que bien, lo mismo que el mes pasado. “¿Nada más madre, con tantas horas de más como he hecho?” “Pero que quieres hija, si ya casi ganas más que tu padre. Anda, anda  no te preocupes que está muy bien”. Las explotaban, las sacaban el jugo, las exprimían al máximo. (Bueno en eso sí puedo decir que cómo ahora mismo, pero es que han pasado 60 años y eso es lo trágico). Entonces las explotaron pero ellas estaban seguras de salir adelante, de que el  futuro sería suyo.  Y así ha sido.

QUIRÓN

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