Mientras la
esperaban sus amigas, terminó de arreglarse. Un suave toque de brillo en los
labios, un poco de color en sus mejillas, y una delicada sombra de ojos
en los párpados. Se puso los zapatos de tacón, se despidió de sus padres con un
beso y dijo con sorna: “Sí, ya lo sé, a las diez en casa”.
Salieron a la calle,
como libres mariposas dispuestas a saborear el néctar que para
ellas era la tarde del domingo. Se veía guapísima. La noche anterior, como
todas las noches de los sábados, se había almidonado el cancán para que
su vestido luciera más vaporoso. La mañana del domingo, después de ayudar en
las tareas de la casa, se había lavado el pelo y colocado los rulos para que su
peinado resultara perfecto. En fin, estaba orgullosa de su aspecto.
Caminó junto a sus
amigas contenta y alegre imaginando cómo iba a ser esa tarde de domingo.
Llegarían al guateque dispuestas a dejarse los pies en la pista. Siempre
tenía a su alrededor varios jóvenes esperando impacientes, para que
les concediera un baile. No se perdía nunca ni una pieza. Adamo, Paúl
Anka, El dúo Dinámico, Elvis Presley, todos le gustaban. Daba lo mismo el disco
que sonara, lo importante era bailar, liberar endorfinas que tan bien la hacían
sentirse.
Llegaron a su destino.
El local estaba adornado con cadenetas. Celebraban el cumpleaños de un chico
nuevo que se había incorporado al grupo. Se hicieron las presentaciones y los
ojos de ambos se encontraron como si un imán los atrajera. Él la invitó a
bailar, y durante toda la tarde se hicieron dueños de la pista. La
joven estaba feliz, hacía mucho que no lo pasaba tan bién
y es que, era tan guapo y tan galante…
Hablaron, rieron, se
hicieron confidencias. Al cabo de unas horas parecía que se conocieran de toda
la vida. Él se deshacía en halagos para con ella, que no paraba de reír
mientras que su acompañante le recitaba dramáticamente unos versos del tenorio.
De repente la
voz de una de sus amigas le bajó de las nubes: “María, son las nueve y
media”. Como si de Cenicienta se tratara, se soltó de los brazos de su pareja y
le dijo: “Lo siento tengo que estar en casa a las diez”. “¿Quieres que te
acompañe?”, preguntó él. “Encantada”, contestó ella.
Había pasado la
tarde del domingo en un abrir y cerrar de ojos. Caminaron de regreso a casa
haciendo planes para verse el domingo siguiente. Se despidieron con un apretón
de manos que significaba la promesa de una nueva cita pendiente. Ambos
notaron en el contacto de su piel un aviso de que algo hermoso había
nacido entre ellos.
¡Qué bien lo
había pasado! El próximo domingo volvería a verle, sólo faltaban siete días
para el feliz encuentro. Con esa esperanza entró en su casa, besó a sus padres
y les dijo “he sido puntual como siempre”. En la radio se escuchaba el inicio
del parte de las diez: “Gloriosos caídos por Dios y por España. Presentes.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!”.
Luna
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