Me levanto
por la mañana y me pongo a desayunar en la cocina. Es la parte de la casa donde
estoy más integrada al bullicio de la calle, debido a su ventana. Me siento
cono si estuviera en un mirador, y desde ahí, contemplo lo que me ofrece el
nuevo día. Parece increíble ver, en tan poco espacio, gente con comportamientos
tan distintos. Mientras el vecino del 1º A sale conjuntado, con su traje,
camisa y corbata haciendo juego, y se sube a su coche último modelo, contrasta
ver a una señora revolviendo el cubo de la basura, mirando a ver si encuentra
algo que pueda aprovechar.
También veo
desde mi mirador imaginario un colegio de niños pequeños. Llegan hasta mí sus
infantiles voces, haciéndome recordar épocas lejanas donde fui feliz, donde
todo era inocencia, sin ninguna contaminación que nos manchara, transmitiendo
esa alegría que sólo los niños saben contagiar.
Sigo
observando y me fijo que hay un parque pequeñito, con sus columpios en el que
los niños se suben, mientras los esforzados abuelos tratan de darles alcance,
para ver si están seguros. Y gozan con sus risas y travesuras, aunque a veces
se sientan cansados. Porque ellos ya no están para esos trotes, pero el cariño
que sienten por sus nietos les hace realizarse y conseguir recordar sus juegos
de niños, y compartirlos con ellos.
También hay
una guardería debajo de mi terraza, y me fijo en las prisas de los padres
llevando a sus hijos en brazos, o sacándolos del coche, abrochándoles el
abriguito según entran al colegio, sin poder entretenerse porque llegan tarde
al trabajo.
Y sigo
mirando desde mi particular mirador y contemplo las terrazas de mis vecinos,
quedándome admirada al ver esas macetas tan cuidadas y tan llenas de colorido,
recordándome, de alguna forma, las calles de Córdoba, con esa maravilla de
patios, que te quedas extasiado
mirándolos.
Y alrededor
de todo esto, gente que va y viene, ensimismada en sus pensamientos, en sus
problemas cotidianos, que no pueden ver lo que yo miro desde mi particular
mirador.
Blanca
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