Cuando
un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar, la llegada de
otro amigo…
No sé cómo se le llama a la gente que llora sin consuelo la
pérdida de un ser entrañable y peludo, un ser que desde hace 10 años ha sido uno
más de la casa.
Alguien que siempre estaba pendiente de todos y cada uno de
nosotros.
Un ser que exigía una mirada, una caricia, una palabra que
él escuchaba, entendía y por la cual se ponía triste o tan contento, que era
muy normal tenerle que reír, ¡calla Quirón! ¡Que te estés quieto, deja de
saltar! ¡Sin no te estás quieto te meto en la cocina! Se acabó el barullo,
agachaba las orejas y se hacía una rosca en el sillón con una mirada lastimera,
que inmediatamente alguien acariciaba, sus orejas se estiraban y todos
contentos. A Quirón no le gustaba la cocina porque era donde dormía. Allí le
encerraba yo todas las noches al acostarme la última.
Era un cielo de animal. En estos días últimos, con los
obreros en el comedor, hacíamos la vida en la cocina. Pero Quirón, que estaba
malito, se mantenía fuera, tambaleándose en pie y se acercaba hasta la puerta
para mirarnos, tan triste que le decíamos entra y le dábamos algo que siempre
hubiera cogido alegre, pero él no entraba en la cocina.
Llevaba muchas inyecciones y no mejoraba. Mi hija, que iba a
la universidad, preguntó en Veterinaria si le podían mirar. Le llevó mi hija y
volvió descompuesta. El veterinario dijo no comprender como se mantenía en pie.
Tenía invadido su pequeño organismo por ese mal que tanto ensombrece la vida de
los humanos, cáncer.
Atracón de llantos y recomendación a la calma. Al día
siguiente, sábado, mi hija se fue al río con sus futuros suegros, y su padre y
yo decidimos no dejarle sufrir más. Por la mañana lo llevamos a sacrificar en
una clínica de la capital. (Para ellos la eutanasia está permitida) Una
inyección le devolvió su semblante de paz. Pero para mí, saber que le había
quitado la vida me mataba. No podía dejar de llorar. No podía entrar en casa
porque él ya no estaba, así que nos fuimos al pueblo, a llorar porque él había
dejado de sufrir, pero yo he perdido algo muy importante, seguramente quien
mejor me comprendía y mi amigo más fiel.
Yo le rechacé cuando le trajeron y, tal vez por eso, puso
todo su empeño en ganarme para su causa. Él miraba por mí, lo demostró muchas
veces, yo temía a los perros grandes y cuando iba conmigo él los gruñía y se
enzarzaba con ellos. Salía perdiendo pero no lo dudaba. A Quirón no le gustaba
el agua, y los chicos le tiraban piedras para que fuera a buscarlas a la orilla
del mar, pero ni por esas. Me metía yo en el mar, y él, ladrándome, se lanzaba
detrás hasta casi ahogarse. Hasta que no salía yo, él no salía, ni dejaba de
ladrar, ni se quedaba tranquilo.
Tengo que confesar que quería mucho a mi perro y que, un mes
después alguna vecina aún me preguntaba, ¿y Quirón, hace días que no le veo? Y
yo agachaba la cabeza y seguía sin poder contestar. Se me ponía una bola en el
pecho, se me nublaban los ojos y salía corriendo. Me ahogaba. No sé lo que
pensarían de mí, pero me da lo mismo. Me faltaba Quirón.
Cuanto le echaba de menos. Era un perro callejero, golfo,
alegre, simpático y cariñoso, que alivió tanto mis angustias en los tiempos
peores. Ahora su hueco no podrá ser ocupado por nada ni nadie. No me voy a
desesperar, pero sé que mis lágrimas en estos días no serán para nadie. No
puedo pensar más que en él.
Permitidme que por un tiempo me quede lamiéndome las heridas
por mi amigo del alma.
Quirón