Las
siete de la mañana. Sonó el despertador y me levanté sobresaltada. Me había
acostado tarde, leyendo como siempre sin tener en cuenta que me esperaba una
entrevista de trabajo. Me duché, me lavé el pelo y me lo arreglé con cierto
esmero. Quería causar buena impresión.
A
ver si tengo suerte, me dije. Llevaba un año en el paro, y era la primera
entrevista a la que asistía. Me vestí arreglada pero informal. Pantalón
vaquero, camisa blanca ( a mí me favorece el blanco), y una americana roja que
me daba un aspecto juvenil.
Sin
pretenderlo, estaba emocionada, y la felicidad que me producía esta entrevista
hizo que me olvidara, por un momento, de la amarga rebeldía que tuve meses
atrás cuando me quedé en el paro.
Levaba
diez años trabajando en la empresa y estaba contenta, a la vez que lo estaban
conmigo. Un buen día entró un chico joven, sobrino del jefe, para ser nuestro
encargado. Tenía cierta arrogancia y aires de grandeza y, como se sabía
guapete, no hacía más que perseguir a las empleadas. Algunas le bailaban el
agua y él, creído, intentaba sacar lo que podía de cada una. Pero conmigo
pinchó en hueso. Si hubiera accedido a sus pretensiones, se hubiera extendido
un puente por el cual me había llevado a ser la encargada de una sucursal que
pensaban abrir en breve. Pero como me negué, todo se volvió en mi contra.
De
la noche a la mañana me anunciaron que, sintiéndolo mucho, mis servicios ya no
eran necesarios en esa empresa, y que ello hacía que prescindieran de mí. Salí
a la calle con lágrimas de rabia y de impotencia. Diluviaba, pero la lluvia
mojaba mi cabello y mis ropas sin que apenas me diera cuenta. Todo era
surrealista. Había dejado diez años de mi vida trabajando con honestidad en una
empresa en la que me consideraban como de la familia, hasta que llegó el
sinvergüenza aquel, un niñato sin escrúpulos, que hizo tambalear mi estabilidad
económica y emocional.
En
este año de inactividad me dediqué a visitar antiguos amigos, que por falta de
tiempo hacía mucho que no veía. Me reciclé en el inglés, que lo tenía un poco
olvidado. En fin, que cargué las pilas para no quedarme atascada. Y ahora había
llamado a mi puerta. Claro que no iba a tener tanta suerte como, que a la
primera, me aceptaran. Pero yo no perdí la esperanza.
Llegué
al domicilio. Una secretaria muy amable me atendió y me indicó que pasara a un
despacho, y cual fue mi sorpresa al ver que la persona que me iba a entrevistar
era una antigua compañera de trabajo, que había corrido mi misma suerte.
Elvira, que así se llamaba esta persona, estaba desahogada económicamente y
había montado su propia empresa y pensó en mí como candidata al puesto. La
entrevista resultó satisfactoria, dado que Elvira sabía cómo trabajaba.
A
primeros de mes empiezo a trabajar. Estoy ilusionada y orgullosa de mí misma,
al no haber transigido con las pretensiones del cerdo de mi encargado. Una gran
lista de clientes antiguos, que Elvira se había traído consigo de la empresa,
nos ayudaría a empezar en este nuevo proyecto que se abría ante nosotras.
Luna
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