Caminábamos deprisa felices y contentos por la vereda de la poderosa
umbría izquierda del río. Allí donde los altos copetes de las serradas rocas de las hoces se convierten en obeliscos y capiteles, que acogen en sus rocas abiertas
a decenas y decenas de enormes buitres leonados, que planean sobrevolando el
Duratón, en el meandro que forma la
meseta, en el brazo norte en el que se asienta la iglesia románica de la Virgen de la Peña.
Cada
fin de semana, esa zona se llena de visitantes a causa del fascinante espectáculo
de tantos animales sobrevolando majestuosos la zona, que son contemplados con
admiración por chicos y grandes. Es un espectáculo gratuito a las diferentes
miradas que las contemplan, junto a otras muchas bellezas naturales que se
pueden encontrar en esta villa condal.
Pero volvamos a los parrales de la izquierda del río. Según nos
adentrábamos, el camino se hacía por momentos más arisco y complicado. No había
camino, estaba todo enmarañado, lleno de maleza de zarzas, los chopos, que
siempre fueron la vegetación arbórea plantada para madera, ahora yacían por el
suelo atravesando todos los espacios, lo que nos impedía caminar disfrutando.
Mi ánimo decaía. Qué lastima, nunca estos espacios estuvieron así. La rebeldía
por la desidia y el descuido me dio fuerzas para seguir avanzando.
¿Cómo es posible que estos
hermosos parajes estén tan abandonados? Menos mal que a los chicos las
dificultades les aumentaban el afán la aventura, y andaban más contentos que
unas pascuas. Iban abriendo camino con unas grandes varas, que cogieron del
suelo - Anda abuela – dijo Juampi, - que con el hambre que se nos está abriendo,
te vas a arruinar pagando el cordero -. - Y que lo digas -, contestaron los
demás guaseándose de mí, - y si no, que hubiera venido antes ella para
averiguar donde quería meternos. -
Para ser una zona protegida por el
SEPRONA está hecha un asco. Cuando yo era pequeña estos prados eran de
pastoreo, estaba lleno de caballos, vacas, ovejas, cercadas con valla de
alambre y el camino estaba limpio y tan agradable. (Hablaba como si desde la
última vez no hubieran pasado 30 años) Las carcajadas eran manifiestas, y yo me
decía, menos mal.
Porque
la idea de la ruta izquierda del Duratón fue cosa mía, (quería comprobar si
podría hacerla por última vez) y los demás aceptaron encantados, así que: dicho
y hecho. A las 9,30 llegamos a Sepúlveda, dejamos los coches bien aparcados,
tomamos un tentempié, y emprendimos el camino hacia la Puerta de la Fuerza (trazo de las
murallas árabes que se mantiene en pie). Comenzamos la bajada con las debidas
precauciones, a mí me embargaba la felicidad al ver a mi gente tan contenta,
los chicos bajaban por primera vez por ese pendiente camino y las exclamaciones
se sucedían. Le dije al pequeño Alejandro, - llama fuerte a Daniel – (que se había alejado). Le llamó a
voces y claro, el eco allí multiplicaba las voces que daba gusto. Para qué
quieres más, todo fueron voces y ecos en ese tramo. Llegamos al puente, lo
cruzamos para coger la umbría y seguir la ruta hasta el siguiente puente, que
siempre estuvo a la altura de la presa del río donde el edificio del molino.
Habíamos pasado dos horas, yo miraba a las alturas y, aunque ya no hubiera ni
presa, ni molino, ni puente, aquel era el
lugar, lo había pasado muchas veces, pero sólo estaba el río lleno de
troncos. Parecía que los castores se
habían preparado por todo el río infinidad de madrigueras, en lugar de aquello
que mi memoria recordaba de forma tan vívida.
Mis nietos querían acercarse y hurgar entre los troncos, a ver si veían
castores, y su madre con sorna. - ¿mamá, estas segura que podremos cruzar y
subir al pueblo? - Claro que sí, pero ya solo queda el puente grande de Santa Cruz, y eso equivale a otra
hora de camino. - Aquello se convirtió
en una selva llena de peligros. En el suelo se veían agujeros grandes y huecos,
por lo que tuvimos que andar todos con los palos y asegurándonos de pisar en
terreno firme. Estaba claro que las fuertes riadas del invierno habían sacado
la tierra de debajo y además, el río estaba invadiendo los parrales hasta muy cerca de la pared rocosa de las hoces.
Los jóvenes tuvieron que colocarse
estratégicamente para ayudar a los pequeños
y a los mayores.
Estaba
aterrada ante los peligros y el agotamiento que les estaba provocando, pero
trataba de disimular. Ya se abría la umbría, el camino se ensanchaba después de
tres cansadas horas de incertidumbre. Yo sabía que Santa Cruz estaba a la
vuelta. De pronto comenzó a llover y los chicos que iban delante avisaron que
había un bar en la carretera y que allí nos esperaban. Todos corrieron, solo
Jose y yo seguimos caminando bajo la lluvia. Fuimos al servicio, nos lavamos
hasta la cara y sentados en la terraza a la sombra, nos repusimos de líquidos y
sólidos. El dueño del bar nos preguntó si veníamos de los parrales, - si le conteste -,
y le dije lo que nos había pasado y el estado lamentable de la zona. Le pregunté
¿cómo era posible? - Si quieres que te
conteste con honestidad, te diré que todas las rutas del río han sido
abandonadas, por la gran extensión de terreno. Lo único que mantienen a pleno rendimiento y a
bombo y platillo, es la zona del pantano, porque les da dinero. Han montado un
complejo para rutas sobre el agua, con lanchas que salen por la noche. Se
acercan a las cuevas de los Siete Altares que tienen pinturas rupestres. Todo lo demás, ni lo cuidan, ni dejan meter
animales como se hizo toda la vida. Pero oye, tus nietos lo han pasado bien. - He,
bueno ya sabes, para ellos este día ha sido pura aventura, - le dije a Juan.
Después cogimos caminito arriba. En la plaza
entramos en el figón de Ismael,
que nos dio de comer cordero asado que, de verdad como siempre, estaba riquísimo
y me costó un riñón. Pero fue un gran día y al caer la tarde volvimos felices a
casa. ¡Había podido hacer la ruta! Y eso era un triunfo para mí.
QUIRON