Escuchaba los sonidos de la noche sumida en una absorta
contemplación del firmamento, con tal intensidad que vio sorprendida cómo una
estrella se desprendía fugaz de su lugar y caía rauda, veloz como una voraz
saetilla, sin permitirla ver su destino final.
Una gran sonrisa iluminó su rostro de
mujer, por fin, cuantas noches lleva esperando que la lluvia de estrellas se
produjera. Por lo menos una semana y hasta esta noche nada, ni una estrella.
Pero ella persevera y cada noche después de cenar coge su tumbona, la pone
mirando a la Machota
norte y contempla el precioso cielo estrellado que luce sus mejores galas
titilando sin cesar en ese su ritmo universal. En el silencio de la sierra, con una noche
cerrada, sin luna, alrededor solo se vislumbra el perfil de la montaña y las
copas de los árboles con sus diferentes perfiles: cónicas, los pinos,
desarboladas los robles, los abetos puntiagudas, pero todas ellas como yo misma
mirando al cielo, sólo el firmamento puede dar tan sorprendente espectáculo.
De pronto, un golpe seco sobre el
tejado de chapa del garaje me sobresalta. Tranquila mujer, son las bellotas de
los robles que se sueltan a cualquier hora del día, pero con el silencio de la
noche la verdad no lo esperaba. Se echa la rebeca por encima y continúa
esperando la lluvia de estrellas desplazarse, como tantos años, pero lo que de
verdad se desplaza, son los aviones de
pasajeros que con sus pilotos rojos advierten que el mundo no para ni un segundo. A algunos se les oyen
los motores, a otros no, ¡van tan altos!
Aunque una en su pequeñez hubiera pensado: qué
silencio, qué oscuridad en esta noche sin luna, parece que todo está en reposo,
descansando pero no, de eso nada. De repente un murciélago chiquitín pasa
aleteando por delante de mis narices ¡uf! Que bicho tan repugnante. De un salto
se pone en pie, y exclama: ¡bueno guapa, por esta noche se acabó, que son las
12 y te toca pastilla para dormir y a la
cama! Ella se da la vuelta y por el este, a pesar de la Machota y por encima de
ella, se ve con toda nitidez el gran haz de luz, una enorme mancha lumínica que
llega desde Madrid nítida para iluminar la noche del campo a 60 Kms. de la
capital.
Madrid es mucho Madrid, y su
influencia lumínica llega hasta nosotros, como un mal colateral de la Capital de España para
decirnos: ¡aquí estoy yo, y por mucho que te escondas tras las montañas
cercanas y creas que no te puedo alcanzar, ahí te mando, todas y cada una de
las noches, mi perniciosa iluminación que contamina tu deseo de ver estrellas
fugaces, a no ser que te pongas de espaldas, claro!
QUIRÓN
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