miércoles, 1 de octubre de 2014

Era el verano de gracia de 1947



  Una  de las cosas buenas que tiene el verano es, que tiene de 6-8 horas que las tienes que pasar recogida y a la sombra. Te da tiempo a pensar y sobre todo a mi edad a recordar, para eso  tienes que meterte en tus intersticios, allá adentro en tu mismidad y comienzan a aparecer en tu memoria pequeños datos a los que se acercan otros y así hasta sumergirte en tus 7 años y encontrar el nacimiento de tu cuarto hermano pequeño y como los aconteceres se sucedían  en mí memoria  como si estuviera allí, como cuando era pequeña y los vivía.
En Sepúlveda, al pie del puente grande, que cruza el desnivel del río Caslilla y que da entrada y salida a la carretera general que de Segovia nos lleva a la antigua Sepúlveda, se encontraba una tenería. Allí en los años 40-50, se mataban todo tipo de equinos: muchos burros, algunas mulas y los menos caballos y yeguas.
 La tenería estaba regentada por una familia palentina que llegada de su tierra había hallado acomodo entre nosotros. Se trataba de un padre y sus dos hijos, Dámaso y Esperanza.  Ésta a su vez estaba casada y  tenía dos niñas, alquilaron su casa en la plazuela enfrente de la nuestra. Ellos vivían dos metros por encima de la carretera general de Segovia y nosotros que vivíamos dos metros por debajo. Aquel tramo se llamaba carretera de Santiago porque nuestro barrio tenía el nombre de la iglesia románica semiderruida (pero todo un monumento). Recuperado en parte en los 90 del siglo pasado para recrear las Hoces del Duratón, su fauna y flora, como  Parque protegido de las hoces del Duratón.
En la tenería se sacrificaba a los equinos y se trabajaba en las pieles y en el despiece de los animales que eran comercializadas (no allí pero si en Segovia). Yo recuerdo que venían furgonetas viejísimas que cargaban en la tenería y se iban. Mi madre decía: luego lo venden en las tiendas como chorizo el Acueducto.
             También recuerdo como el padre de Esperanza cuando subía de la tenería muy tarde a veces sacaba lonchitas muy finas de carne oscura y casi seca y nos las daba a los chicos y chicas que estábamos jugando, de esto poquito, que es muy caro decía, y se ponía el dedo en la boca y decía silencio chicos que estoy cansado y quiero irme a la cama (aquella carne seca estaba riquísima). Así que no hacer ruido ¡eh! Y se metía en casa seguido de su familia. De  aquella manera se terminaba la tertulia de todas las vecinas desde la caída de la tarde. Que lástima pero no recuerdo el nombre del padre de Esperanza porque lo veíamos poquísimo y murió pronto y de repente.
Manoli y yo íbamos con las hijas de Esperanza a párvulos con Dª María. No teníamos que recorrer 20 metros y ya estábamos en la escuela, que era muy divertida y cuando salíamos jugábamos un ratito en la plazoleta de arriba y a comer, para volver con Dª María.
Les había ido bien con la tenería en los tiempos peores del hambre, porque como nada se tiraba, el negocio funcionaba e inclusive daban trabajo a otros hombres del pueblo en la tenería. La cecina en Sepúlveda no se comercializaba, pero Esperanza le contaba a mi madre que su padre sacaba buen dinero de la cecina en Castilla la Vieja: Palencia, León, Zamora o Valladolid. Jamón no comerían pero cecina sí. Era algo que se valoraba mucho en su región. Ella de vez en vez nos mandaba con alguna de sus hijas unas lonchas envueltas en papel de estraza.
1947 fue un mal año para nuestros amigos. El padre que estaba en Palencia negociando su cecina y su carne, se quedó sentado esperando al tratante con el que comercializaba sus productos. Un ataque al corazón se lo llevó de repente. Esperanza muy avanzada con su embarazó tuvo que trasladarse a enterrar a su padre en su pueblo. Regresó y  unas semanas más tarde su hermano en el deshuese de un animal se le fue la cuchilla y se cortó en el brazo, ella le curó como tantas veces, pero su hermano se despreocupó y se presentó la gangrena y no hubo antibiótico que parara aquello, le cortaron el brazo en Segovia, pero no hubo solución y se murió. Mientras, a Esperanza con tanto sufrimiento se le adelantó el parto. Y aunque la niña estaba bien la madre estaba destrozada y sin saber qué hacer con todo aquello, que desgracia señor.
 El caso es que mi madre por esos días dio a luz a nuestro hermano pequeño Mariano.    Mi madre subió a casa de Esperanza habló con ella y la dijo, mira tú vas, entierras a tu hermano, piensa que tu hija te espera, y por ella tienes que tener cuidado de ti, tienes que ordeñarte como si lo hiciera la niña para que no se te retire la leche. Vete tranquila que hasta que tú no vuelvas yo tendré mellizos un chico y una chica. Y de ese burro no la bajo nadie.
 El resto de vecinas la animaron a aceptar la idea de mi madre. Esperanza decía por Dios, es que no veis como está Paquita, es que está en los huesos a ver si por cuidar de mi niña la pasa algo, y ellas la contestaban, ¡mujer! que nosotras también estamos aquí, y no la vamos a dejar sola. Tu cuídate sigue los consejos para no perder la leche y regresa. Esperanza regresó y encontró a su hija perfectamente cuidada y ellas siguieron su amistad como si tal cosa.
Es para mí tan lógico ese comportamiento de mi madre, como enternecedor su recuerdo y humanidad. Pero no de ser humano, no. De humanismo. De ver a “Esperanza y a su hija como al centro del mundo” “a igual altura que su pequeño retoño”. Ella delgadísima, pequeña, trabajadora y humanista. Y  única para mí.

Quirón

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