Cada día, por
distintas circunstancias, vemos a nuestros conciudadanos enmascarados por la
vida. Sobre todo en las grandes urbes, fuera de la vida campestre, hasta hoy,
más sana y cerca de la
Naturaleza.
Es un hecho
constatado y certificado, pese a algunos defensores a ultranza de echar
contaminantes a la atmósfera sin que esta se resienta, que nuestro clima está
cambiando. Siempre ha habido tormentas, huracanes, borrascas intensas,
tsunamis, vientos, lluvia, nieve, granizo y todos los estados climáticos, en
distintas fechas y en distintos sitios por su situación geográfica, corrientes
marinas y de vientos, etc.
Nunca hemos
visto nadar a una tortuga con un collar de plásticos colgado al cuello, los
iceberg del polo desgajándose a marchas forzadas, incrementando el nivel de los
mares y océanos, La furia intensa y duradera de tormentas que se ceban y ceban
con una región hasta que la destrozan y, cuando parece que el pueblo, con
esfuerzo ha recuperado un poco la situación, vuelve y vuelve otra vez. Parece
que quiera echar a los pobladores hacia otro lado.
También es
cierto que, casi todo lo que arrasa en las cercanías de las playas y de las
laderas de los ríos, no debía de estar ahí con la especulación del suelo sin un
estudio previo de los posibles avatares del clima.
En las grandes
ciudades se ha puesto de moda una prenda, quizá arcaica y obsoleta, La boina de
la contaminación. Eso hace que muchos ciudadanos recurran a la impertérrita
mascarilla, que parece, o bien que eres tú el que contaminas o haces creer al
que pasa a tu lado que es él el culpable. Eso si no te encuentras en una calle
solitaria a uno y te crees que te va a pedir la cartera o el dinero.
Si una simple
mascarilla nos evita muchas de estas situaciones, bienvenida sea, seamos
chinos, europeos o de cualquier país terrícola.
Rabo de lagartija
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