Hay mar gruesa y sopla en ráfagas excitantes el viento.
Era pleno invierno, se sienten anticipos de primavera.
Un cielo nacarado, caliente y límpido.
En rincones umbrosos grullas, el viento penetra en
los grandes
plátanos escudriñándolos.
Refugiado en esta isla con mis libros y la niña de
Melisa.
He venido aquí para curarme…
De noche, el viento brama, la niña en su camita duerme.
Poco a poco en el camino del recuerdo, retrocedo a
la ciudad que vivimos un lapso tan breve.
Siento tu flora,
amada Alejandría.
Aquí en este desolado promontorio azcturo arranca noche a
noche las tinieblas.
Lejos del palco calcinado en aquellas tardes de verano,
amenos de polvo y
mendigos, ambas especies con asistencia vicaria,
cinco razas, cinco lenguas.
Hay más de cinco sexos, y solo el griego los distingue.
Los amantes simbólicos del mundo heleno sustituidos por
algo sutilmente andrógino.
Alejandría de fondo Oriente no puede disfrutar de la
dulce anarquía del cuerpo.
Alejandría el más
grande lagar del amor.
Largas modulaciones de calor. Filtro olores, luz y
esencia del limonero.
Polvo suspendido, aire fragante, olor del pavimento caliente
recién regado.
Nubes livianas a ras de suelo. La humedad del mar da una
leve patina al aire.
En otoño aire seco y vibrante, cargado de electricidad
estática, que inflama el cuerpo bajo ropa liviana.
La carne despierta, siente los barrotes de la prisión.
Los cuerpos hoscos de los jóvenes inician la caza de la
desnudez cómplice,
se agitan, se vuelven, les cuesta respirar, en cada beso
del verano.
Quirón
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