sábado, 12 de octubre de 2019

Soledad





            Juan abrió la puerta y depositó la maleta en la entrada. Hacía tres meses que se marchó de su piso en la capital y el final del verano le había hecho retornar a sus cuarteles de invierno. La maleta venía cansada de vaciarse y llenarse, de conocer nuevos sitios, de acceder a transportes diversos,  de no echar arraigo en ningún sitio. Por fin terreno conocido y un merecido descanso.

            Desde la entrada Juan echó una mirada nostálgica al sofá del salón. Cuantos ratos han pasado juntos, piel con piel, leyendo, viendo la televisión, inclinando la cabeza después de comer. Era una pieza imprescindible en su vida.

            Cogió el teléfono y llamó a sus hijos: “Ya estoy de vuelta. Todo muy bien. Algo cansado, ¿Los niños bien? Ah, ya en sus rutinas de estudios y entrenamientos. Un beso.” Ya había dado el parte de llegada, ahora tocaba cambiar el chip y empezar a disfrutar de las rutinas y hábitos adquiridos a lo largo de los años.

            No era un hombre que le gustara estar siempre de viaje, en movimiento. Pero había razones poderosas para ello. Una, la insistencia de su familia por que se distrajera, tanto físicamente  como mentalmente. Otra, la recomendación de su médico para que no se apoltronara en el sillón y se activara andando y saliendo de sus rutinas. Y una última, desde que Flora dejó de gobernar su vida, se le caía la casa encima junto a su soledad. Los hijos y los nietos, aunque se esforzaran por darle compañía y cariño, tenían sus propias vidas que vivir y falta literal de tiempo para compartirlo con él, Si caía enfermo o tenía citas médicas, sus hijos se turnaban, según les viniera mejor, en estar con él en las visitas médicas o ayudarle en la casa algún fin de semana.

            La viudez le cayó encima de golpe. Tuvo que aprender donde estaban las cosas de uso normal de la casa, las normas de limpieza y mantenimiento de los elementos del hogar y de su propia persona, los abastecimientos necesarios para ello y su propia manutención. El hombre hasta se aprendió los precios de las cosas y dónde estaban más baratas, así como cuales eran los mejores géneros. Se entretenía en el mercado o supermercado cambiando impresiones con las conocidas o vecinas sobre alimentos, comidas y otras labores propias del hogar.

            Todo ello lo había asumido y aceptado como forma de mantener su vida física y mentalmente. Lo que nunca ha superado el la ausencia de su Flora, su amor de toda la vida, compañera, amiga, confidente, enfermera, afín en sus costumbres y gustos, que daba luz y alegría al hogar que un día fundaron juntos. A todo lo demás se acostumbraba. Cuando llegaba la época estival hacían sus proyectos de salidas, para conocer nuevos sitios, nuevos parajes, nuevas sensaciones que compartir y disfrutar. Todo ello no volvería.

            Juan deshizo su maleta, colocó su contenido en su sitio o en el cesto de la ropa para poner mañana la lavadora, echó un vistazo a toda la casa, cogió un libro que tenía empezado, colocó los cojines convenientemente en el sofá y se dejó envolver por la rutina un año más.


Rabo de lagartija

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