sábado, 19 de octubre de 2019

El retrato





        Francisco preparó la tablilla en la que estiró y pegó con cinta de carrocero la cartulina en la que plasmaría el retrato de Elvira, su mujer. Colocó la tablilla en el caballete de mesa, lo ajustó en la inclinación necesaria para tener una perspectiva buena y, a su lado, colocó lápices, goma de borrar y dibujar, difuminador y las barritas de pastel de diversos colores con los que intentaría plasmar los colores, tonos y sombras que dieran viveza al rostro que iba a pintar.

        Con un lápiz trazó las líneas básicas de la estructura de la cabeza y cuello en base a la fotografía que iba a intentar reproducir. Empezaría de izquierda a derecha y de arriba abajo a rellenar dicha estructura, para no arrastrar los pigmentos con la mano. Midió y fue dibujando con el lápiz donde estaría el pelo, la frente, las orejas, los ojos, la nariz, la boca, el mentón y el cuello.

        Buscó el tono adecuado de pastel y, siguiendo la sinuosidad de las ondas fue conformando lo que sería su pelo, ese pelo que le gustaba acariciar y enredar sus dedos en él, lo notaba fuerte y a la vez sedoso. Siempre tenía un mechón rebelde que se salía de la línea de peinado. Cuando Elvira apoyaba la cabeza en su hombro, sus cabellos acariciaban su rostro.

        La parte alta de las orejas coincidían en línea con sus cejas, y la parte baja con el final de su nariz. Le gustaba acariciarle las orejas por la parte de atrás, siguiendo la línea de unión con la cabeza, hasta llegar al lóbulo que tantas veces había mordisqueado y que le causaba risa y placer a Elvira.

        La frente, marcada por líneas que conformaban la estructura ósea, llegaban hasta sus cejas, siempre arregladas y depiladas, que parecían trazadas con un lápiz, y que daban comienzo a la oquedad donde el globo ocular daba forma a sus párpados de largas y marcadas pestañas, desde donde una mirada intensa y brillante le penetraba en su cerebro mandándole mensajes de toda índole. De amor, de alegría o tristeza, de desacuerdo o de apoyo. Cuantas conversaciones mantenían con sólo mirarse.

        La nariz, ni gorda ni fina, ni larga ni corta, ni puntiaguda ni chata, dividía en partes iguales la distancia entre sus ojos, marcando bien las aletas y los agujeros por los que Elvira respiraba rítmicamente cuando estaba tranquila y desacompasada cuando algo la intranquilizaba o algún esfuerzo requería aumentar el ritmo.

        Debajo del apéndice nasal quedaba un espacio hasta llegar a su boca, sus labios bien perfilados, con un brillo especial que la luz le proporcionaba y que, cuando conformaban una sonrisa junto a la chispa de sus ojos, le volvían loco y le transportaban a eso que nadie sabe definir pero que llaman felicidad. Cuantos besos de cariño, de amor, de pasión no le habrían dado esa boca desde la época soñadora de novios hasta hoy, y que todavía le ponían el vello de punta con sólo su contacto.

        El hoyuelo que daba inicio a su mentón, firme, seguro, a veces altanero, cómo le gustaba mirarlo, bajando luego hasta su cuello, largo, bien definido que tantas veces había acariciado y besuqueado produciendo a Elvira sensaciones inconfesables y que se curvaba para dar inicio a sus hombros suaves, sensuales.

        Francisco se preguntaba si sería capaz de plasmar en una cartulina todas las sensaciones que le producía contemplar el rostro de Elvira. Cogió la primera tiza y comenzó a interpretar, poco a poco, lo que sus sueños le dictaban.


Rabo de lagartija

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