Francisco
preparó la tablilla en la que estiró y pegó con cinta de carrocero la cartulina
en la que plasmaría el retrato de Elvira, su mujer. Colocó la tablilla en el
caballete de mesa, lo ajustó en la inclinación necesaria para tener una perspectiva
buena y, a su lado, colocó lápices, goma de borrar y dibujar, difuminador y las
barritas de pastel de diversos colores con los que intentaría plasmar los
colores, tonos y sombras que dieran viveza al rostro que iba a pintar.
Con un lápiz
trazó las líneas básicas de la estructura de la cabeza y cuello en base a la
fotografía que iba a intentar reproducir. Empezaría de izquierda a derecha y de
arriba abajo a rellenar dicha estructura, para no arrastrar los pigmentos con
la mano. Midió y fue dibujando con el lápiz donde estaría el pelo, la frente,
las orejas, los ojos, la nariz, la boca, el mentón y el cuello.
Buscó el tono
adecuado de pastel y, siguiendo la sinuosidad de las ondas fue conformando lo
que sería su pelo, ese pelo que le gustaba acariciar y enredar sus dedos en él,
lo notaba fuerte y a la vez sedoso. Siempre tenía un mechón rebelde que se
salía de la línea de peinado. Cuando Elvira apoyaba la cabeza en su hombro, sus
cabellos acariciaban su rostro.
La parte alta
de las orejas coincidían en línea con sus cejas, y la parte baja con el final
de su nariz. Le gustaba acariciarle las orejas por la parte de atrás, siguiendo
la línea de unión con la cabeza, hasta llegar al lóbulo que tantas veces había
mordisqueado y que le causaba risa y placer a Elvira.
La frente,
marcada por líneas que conformaban la estructura ósea, llegaban hasta sus
cejas, siempre arregladas y depiladas, que parecían trazadas con un lápiz, y
que daban comienzo a la oquedad donde el globo ocular daba forma a sus párpados
de largas y marcadas pestañas, desde donde una mirada intensa y brillante le
penetraba en su cerebro mandándole mensajes de toda índole. De amor, de alegría
o tristeza, de desacuerdo o de apoyo. Cuantas conversaciones mantenían con sólo
mirarse.
La nariz, ni
gorda ni fina, ni larga ni corta, ni puntiaguda ni chata, dividía en partes
iguales la distancia entre sus ojos, marcando bien las aletas y los agujeros
por los que Elvira respiraba rítmicamente cuando estaba tranquila y
desacompasada cuando algo la intranquilizaba o algún esfuerzo requería aumentar
el ritmo.
Debajo del
apéndice nasal quedaba un espacio hasta llegar a su boca, sus labios bien
perfilados, con un brillo especial que la luz le proporcionaba y que, cuando
conformaban una sonrisa junto a la chispa de sus ojos, le volvían loco y le
transportaban a eso que nadie sabe definir pero que llaman felicidad. Cuantos
besos de cariño, de amor, de pasión no le habrían dado esa boca desde la época
soñadora de novios hasta hoy, y que todavía le ponían el vello de punta con
sólo su contacto.
El hoyuelo que
daba inicio a su mentón, firme, seguro, a veces altanero, cómo le gustaba
mirarlo, bajando luego hasta su cuello, largo, bien definido que tantas veces
había acariciado y besuqueado produciendo a Elvira sensaciones inconfesables y
que se curvaba para dar inicio a sus hombros suaves, sensuales.
Francisco se
preguntaba si sería capaz de plasmar en una cartulina todas las sensaciones que
le producía contemplar el rostro de Elvira. Cogió la primera tiza y comenzó a interpretar,
poco a poco, lo que sus sueños le dictaban.
Rabo de lagartija
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