“Redefinir lo normal hacia abajo”, fue lo que se hizo en EEUU, según
escribió en 1993 el senador demócrata Daniel P. Maynihan, en un famoso artículo
académico. De forma que ahora, lo normal incluye conductas antes consideradas
inaceptables. E Íñigo Barrón, el 21 de enero, compuso un asombroso artículo: “El
Gobierno cambiará la ley para que condenados puedan dirigir entidades”. Lo
normal al estar condenados. Por lo visto para ellos “los ladrones son gente
honrada” y los corruptos también. Lo espeluznante empieza a ser habitual.
Los ciudadanos nos imaginamos que sí, que los sobres existieron, pero que ni
el que pagó los sueldos, ni el que los cobró, ni el que recaudó el impuesto
revolucionario pasarán ni un solo día en la cárcel. Es lo normal. Los políticos
son corruptos, qué le vamos a hacer, se dice la gente ante la impunidad,
frustrada, sin otra alternativa que votar a los otros, en los que tampoco
creen. Esta es una consecuencia más del envilecimiento que ha supuesto la
burbuja inmobiliaria y el daño que ha hecho a nuestras instituciones.
En febrero de 2012 Florentino Ferguroso, dijo: “La burbuja ha hecho bajar el valor de
los estudios, con la consiguiente subida en el abandono escolar, dejando a
muchos jóvenes sin la formación necesaria en el mundo de hoy”. Si tan
importante ha sido el impacto sobre el capital humano, ¿no lo ha sido menor
para las instituciones?
Tras la campaña catalana y el caso Bárcenas, parece clara la corrupción
relacionada con el boom inmobiliario, al que siempre vimos cómo pasaba en
algunos ayuntamientos costeros. Mientras, muchas personas que nos parecían por
encima de cualquier tentación criminal, parecen comportarse como vulgares
mafiosos. Si los corruptos y demás criminales no reciben castigo, ¿qué
disuadirá a los que planean estas actividades a llevarlas a cabo? Las
consecuencias pueden ser brutales.
Volver al crecimiento económico requiere que las instituciones funcionen.
Necesitamos instituciones “inclusivas”, robustas y bien diseñadas que, en lo
económico, garanticen el derecho de propiedad, la ley y el orden, el acceso a
la educación y la sanidad pública, y la importancia de restricciones y
controles sobre la arbitrariedad de los políticos. Todo esto es necesario para
que los ciudadanos puedan tomar decisiones a largo plazo, para poder ver las consecuencias,
sin miedo a que el poderoso de turno se las apropie.
La corrupción no sólo sucede en España. Pero sólo en países
subdesarrollados o en vías de desarrollo se dan estas conductas, sin temor a
pisar la cárcel. Los gobernadores de Illinois más recientes no estaban peor que
los peores políticos españoles. Pero el fiscal del Estado los acusaba, un jurado
popular los encontraba culpables y fueron a parar con sus huesos a la cárcel.
El último, Rod Blogojevit, ha sido condenado a 13 años de cárcel, “por dar
contratos a amigos a cambio de dinero, vacaciones pagadas y mentir al FBI”
¿Cuántos políticos españoles cumplirían esa definición?
En
España hay muchísimos profesionales brillantes de primera línea mundial. Gente
que hace bien su trabajo, que se deja la piel, que cumple. Pero esta corrupción
sin castigo desmoraliza a los que trabajan, a los que cumplen, a los que pagan,
pero mucho más a quienes no pueden trabajar y se han quedado sin nada.
Tanta corrupción daña peligrosamente el crecimiento económico y la salida
de la crisis. El País no debe tolerarlo más. ¿Qué hacer? Primero, nuestro
sistema es absurdamente garantista. Recuerden la decisión de la Universidad de Sevilla
por la que no se podía expulsar a un estudiante en un examen, al que le pilló
el profesor copiando. Segundo, las asociaciones profesionales de jueces han
politizado mucho la profesión. Esto hace que haya que tener pruebas muy
contundentes para condenar a nadie y más si son políticos. Y tercero, hay que objetivizar los indultos (el conductor
suicida con conexiones) y el tercer grado (el alto cargo del PP condenado en
Cuba).
Finalmente muchos jueces “no dan palo al agua” y esto es un secreto a
gritos (aunque los hay que trabajan 12 horas diarias). Desgraciadamente va a
ser necesario obligar por ley a los jueces a ir a la oficina 6-7 horas al día.
Sí, fichar, y no de martes a jueves y de 10 a 14, como muchos hacen ahora. “Y conste que
no me llevo trabajo a casa ningún día”, comentaba una jueza amiga
recientemente.
Si la justicia no funciona, si no es capaz de hacer su trabajo, de hacer
cumplir la ley, el país no tiene arreglo.
Este extraordinario artículo está escrito por Luis Garicano el 27 de enero
y tiene un espíritu librepensante. Como a mí me gusta. Su lectura ha provocado
en mí, “librepensadora en zapatillas”, la osadía de resumir su texto,
libremente. Espero haber respetado ese espíritu.
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