martes, 12 de febrero de 2013

La sirena


  
    En el barrio todos la llamábamos la Lozana, venía de un pueblecito de la costa gallega, su arraigo era tal que a veces se le hacía difícil adaptarse al ruido y trasiego de una ciudad tan grande y, como ella decía, complicada como esta.

      En realidad su nombre era Luisa; tenía el pelo largo y rubio como el trigo en plena siega, los ojos azules como fosas  marinas, su cuerpo esbelto marcaba sus curvas con la perfección soñada del mejor escultor. Lozana era una persona muy inquieta; con mucha sed de aprender. Cuando algo dudaba no le importaba preguntar al profesor ya que para ella todo tenía un porqué, con sus compañeros era muy afable, con todos se llevaba bien, tenía el don de la equidad, lo que conllevaba que a veces fuese juez y parte de nuestras discusiones; al final todos nos dejábamos llevar por sus consejos.

     Recuerdo las historias que nos contaba acerca de su pueblo, nos decía que en su playa las rocas fueron su infancia, en las que cada día descubría algo nuevo, conocía todo tipo de moluscos y mariscos; siempre estaba mirando al mar y cuando lo decía sus ojos brillaban de entusiasmo, sus brazos se convertían en olas, sus manos en  gaviotas y sus pechos en océanos.

     A Lozana le gustaba mucho escribir. Parte de sus escritos  se los dedicaba al mar y a sus gentes. Cerraba los ojos para concentrarse, decía que así sentía la llamada del mar desde la playa de su pueblo verde y salado.

   Alguna vez me dijo que cuando muriese le gustaría ser enterrada  en   el cementerio   de   su  pueblo  para poder  ser acariciada por la brisa marina, y así fue.  Recuerdo que era una fría mañana del mes de marzo, el timbre del teléfono resonó como un grito en el vacío, al otro lado de la línea una voz cortante me preguntó:

    -¿Conoce usted a Luisa Varela?

    -Naturalmente, es mi amiga.

    -Debo decirla que Luisa tuvo un accidente.

  Obviamente la noticia que me dio me dejó paralizada: Nuestra Lozana había perdido la vida en un accidente de carretera.

   Con su ausencia todos la recordaremos por sus historias, su amor al mar y a su playa verde y salada.

    
    Estamos seguros que una bandada de gaviotas la llevaron en su vuelo al cementerio de su pueblo para poder recibir la brisa  marinera que tanto añoraba. 

                                                                  Panxon            
                                                                                                                                   

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