En el barrio todos la llamábamos la Lozana , venía de un
pueblecito de la costa gallega, su arraigo era tal que a veces se le hacía
difícil adaptarse al ruido y trasiego de una ciudad tan grande y, como ella decía,
complicada como esta.
En realidad su nombre era Luisa; tenía el pelo
largo y rubio como el trigo en plena siega, los ojos azules como fosas marinas, su cuerpo esbelto marcaba sus curvas
con la perfección soñada del mejor escultor. Lozana era una persona muy
inquieta; con mucha sed de aprender.
Cuando algo dudaba no le importaba preguntar al profesor ya que para ella todo
tenía un porqué, con sus compañeros era muy afable, con todos se llevaba bien, tenía
el don de la equidad, lo que conllevaba que a veces fuese juez y parte de
nuestras discusiones; al final todos
nos dejábamos llevar por sus consejos.
Recuerdo
las historias que nos contaba acerca de su pueblo, nos decía que en su playa
las rocas fueron su infancia, en las que cada día descubría algo nuevo, conocía
todo tipo de moluscos y mariscos; siempre estaba mirando al mar y cuando lo
decía sus ojos brillaban de entusiasmo, sus brazos se convertían en olas, sus
manos en gaviotas y sus pechos en
océanos.
A Lozana
le gustaba mucho escribir. Parte de sus escritos se los dedicaba al mar y a
sus gentes. Cerraba los ojos para concentrarse, decía que así sentía la llamada
del mar desde la playa de su pueblo verde y salado.
Alguna
vez me dijo que cuando muriese le gustaría ser enterrada en el cementerio
de su pueblo para poder ser acariciada por la brisa marina, y
así fue. Recuerdo que era una fría
mañana del mes de marzo, el timbre del teléfono resonó como un grito en el
vacío, al otro lado de la línea una voz cortante me preguntó:
-¿Conoce usted a
Luisa Varela?
-Naturalmente,
es mi amiga.
-Debo
decirla que Luisa tuvo un accidente.
Obviamente la noticia que me dio me dejó
paralizada: Nuestra Lozana había perdido la vida en un accidente de carretera.
Con
su ausencia todos la recordaremos por sus historias, su amor al mar y a su
playa verde y salada.
Estamos
seguros que una bandada de gaviotas la llevaron en su vuelo al cementerio de su
pueblo para poder recibir la brisa
marinera que tanto añoraba.
Panxon
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