La guardia esa noche no estaba siendo
especialmente dura. Algún que otro accidente doméstico y atenciones
geriátricas. Estuve echado en el sofá de la sala de médicos varios ratos y,
aunque no conseguí dormir, tuve tiempo de revisar lo que había sido mi vida
hasta encontrarme en esta situación:
La noche del accidente
la pasé en la sala de espera de urgencias del hospital Gregorio Marañón de
Madrid. Mis padres luchaban entre la vida y la muerte y yo, con mis seis años,
después de ser atendido de simples rasguños, quedé a la expectativa de mi nueva
situación civil bajo la custodia de una asistenta social. Por la mañana me
llevaron a un centro de acogida de menores del ayuntamiento. Estaba solo en
este mundo. Mis abuelos, no los llegué a conocer. Mi padre era hijo único y mi
madre tenía dos hermanos con síndrome de Down, recogidos en un centro
especializado. Comenzó mi peregrinación por diversas casas de acogida.
Mi recuerdo es grato
para la primera familia que me acogió. Un matrimonio de mediana edad, con
cuatro hijos entre los dos y los diez años. Me sentí arropado, aquella casa era
todo un mundo en un pequeño espacio. Risas, peleas, llantos, alegrías, penas y,
sobre todo, flotaba un ambiente de cariño familiar, de unión, de compartirlo
todo. Los guisos que aquella mujer, Manuela, preparaba para su prole, tenían un
exquisito gusto amoroso y los aderezaba con la alegría y las ganas de vivir.
Nunca me faltó un plato nutritivo en las comidas el tiempo que estuve con
ellos. El padre de familia, Emilio, era un trabajador convencido. Pese a las
horas que pasaba fuera de casa, cuando llegaba, tenía una sonrisa para su mujer
y todos sus hijos, entre los cuales me sentía orgulloso de incluirme.
Únicamente el paro fue capaz de echarme de ese hogar.
Mientras me buscaban un
hogar definitivo, donde sería adoptado, todavía pasé por varias casas de
acogida. Otra que dejó también una profunda huella en mí fue la de Isidro,
separado de su esposa por motivos que nunca comprendí hasta que fui mayor, que
vivía con los dos hijos de dicho matrimonio que estaban bajo su tutela.
Trabajaba en casa, donde tenía montado su estudio. Era delineante y dibujaba
los proyectos que varios arquitectos le mandaban hacer. Atendía el cuidado y la
educación de sus hijos a la vez. Compartía la vivienda, que era muy grande, de
estas antiguas con unos pasillos infinitos y múltiples habitaciones, con otro
profesional liberal, Bernardo, que se dedicaba a escribir libros. Entre ellos
notaba yo que había una amistad especial. Comíamos y cenábamos todos juntos
como una familia. Ambos eran especialmente sensibles con los problemas de
nuestra crianza. Se preocupaban de nuestros estudios, nos inculcaban el
espíritu de la limpieza e higiene y nos iniciaban en el trato social educado y
de respeto a los demás. Podría haber cuajado perfectamente en ese entorno
familiar, si una grave enfermedad llamada SIDA no hubiera entrado en ese hogar.
Estuve un tiempo en el
centro de acogida municipal, compartiendo con otro montón de niños sin hogar
esa especie de limbo transitorio entre una casa y otra. Nos impartían clases de
cultura, educación corporal, manualidades y hablaba un psicólogo con nosotros,
tanto en grupo como individualmente. Pasábamos revisiones médicas,
oftalmológicas, vacunaciones y nos echaban una especie de champú en el pelo,
para evitar coger parásitos.
Mi tercer hogar era
peculiar. María, una mujer con poliomielitis desde la niñez, madre soltera a
los dieciocho años, aunque afirmaba que nunca había salido con ningún hombre,
que vivía con su hijo y con su madre en un pequeño pisito. Cobraba una pensión
de invalidez a sus veintiocho años y su madre una modesta pensión de viudedad.
Fui tratado con cariño aunque también aprendí el concepto de disciplina ya que
María era muy exigente en el comportamiento social y religioso. Lo que más caló
profundamente en mí fue conocer y disfrutar de la figura de una abuela. Todo lo
que la hija tenía de estricta, la madre, Agustina, lo compensaba con la
tolerancia, la ternura y el disfrute de nuestros actos infantiles. Siempre
tenía un caramelo o unas monedas para chuches que nos daba a escondidas. La
repentina muerte de la abuela fue decisiva para mi vuelta al centro municipal.
Hubo suerte y apenas
aterricé en el centro de tránsito, otro hogar estaba disponible para mi
acogida. Marcos y Catalina eran una pareja de divorciados que se habían
conocido en el baile de los sin pareja y habían unido sus fuerzas y sus hijos
para formar un nuevo hogar. Durante el tiempo que estuve con ellos, sólo
conseguí convivir con todos sus hijos a la vez en contadas ocasiones. Aquello
parecía una agencia de viajes en la que entraban y salían de continuas
excursiones sus vástagos. La semana que estaban los de Marcos, los de Catalina
estaban con su padre y viceversa. Únicamente en algunos puentes o vacaciones
escolares estuvimos al completo. Ello no implicaba ningún desorden en el hogar.
Todo estaba calculado, previsto y sincronizado. Los menús se ajustaban por
semanas según qué hijos tocaba, la asistencia a clases extraescolares también
estaban previstas: Anita, piano, Chechu, baloncesto, Cristóbal inglés e
informática e Isabelita, danza. Yo gozaba y disfrutaba de los menús de todos,
de los juegos de todos y también, como no, de los castigos de todos. De este
hogar mi mejor recuerdo fue la armonía que dentro del caos reinaba. Los afectos
fluían por ambos lados y por ende, me salpicaban a mí también. Una crisis
económica producida por un incumplimiento de la sentencia de divorcio, en
cuanto al pago de la pensión alimenticia, hizo que mis maletas aparecieran de
nuevo en mi base transitoria.
Mi última casa de
acogida me sorprendió enormemente. Felipe era subsahariano nacionalizado
español. Profundamente negro de pigmentación, que al principio me asustaba,
aunque me ganó su sonrisa que dejaba asomar unos labios carnosos sonrosados y
una dentadura amarfilada que desarmaba todos mis temores. Trabajador incansable
que, siempre que su economía lo permitía, mandaba dinero a su familia allá en
África. Mirna, en contraste con Felipe, era una polaca de piel blanca y
cabellos rubios, mirada dulce, que le había conocido, se había enamorado de su
gran humanidad y, al casarse con él, había adquirido también la nacionalidad
española, lo que la permitía asegurarse un puesto de trabajo. Realizaba en casa
traducciones del polaco al español y viceversa esporádicamente. No tenían hijos
comunes pero Mirna aportaba una hija de unos 6 años y, de común acuerdo, habían
adoptado a otra niñita china de apenas un añito. Felipe, seguidor del Islam,
efectuaba sus rezos diarios en su estera mirando a la Meca , y tenía una visión
fatalista de la vida. Mirna, católica practicante, me llevaba a la iglesia los
domingos para asistir a la misa. De ambos aprendí que se llame Alá o Jesús, es
bueno tener una creencia religiosa que organice tu estructura moral, así como
una buena base social que complemente, en la ética y la convivencia, tu
relación con los demás seres humanos y la Naturaleza.
Desgraciadamente , uno de los múltiples accidentes laborales
no previstos se llevó a Felipe a gozar de los jardines llenos de huríes del
paraíso islámico. Mi maleta, desgastada ya de tanto traslado, una vez más la
llené de mis carencias y volví a compartir ausencia familiar con mis
compañeros.
Pensé que mi vida iba a
ser así hasta que cumpliera la mayoría de edad y la comunidad me buscara un
medio de trabajo y me emancipara para afrontar la vida en soledad. Cuando
contaba ya diez años de edad y mi visión de la vida era conformista, llegó la
oportunidad de mi vida. Un matrimonio sin hijos, con una posición privilegiada
en la escala social, estaba dispuesto a adoptarme, siempre y cuando cumpliera
sus expectativas y pasara el período de tres meses de prueba. Todo el mundo me
daba la enhorabuena. ¡Qué suerte había tenido!
Me recogió un gran
coche con chófer uniformado que, tras guardar mi exiguo bagaje en el maletero,
abrió la puerta trasera, me invitó a introducirme en el asiento, me colocó el
cinturón de seguridad y me trasladó por las populosas calles de Madrid hasta un
chalecito de la Colonia
del Viso, donde me estaban esperando mis futuros padres adoptivos. Don Rafael
Espinosa de los Monteros y Carvajal, médico cirujano, director de una clínica
privada, y su esposa doña María del Rosario Sandoval de Mendoza, hija de un
gran empresario de alimentación, habían puesto sus esperanzas paternales en mí,
dadas las referencias benignas, y posiblemente infladas, que la Consejería de Bienestar
Social les había facilitado. Una acogida fría, con unas sonrisas forzadas, una
exposición de mis derechos y obligaciones con respecto al nuevo hogar donde iba
a vivir, iniciaron nuestras relaciones. Inmediatamente conocí el cuarto de baño
asignado para mí, donde me restregaron y restregaron, hasta alcanzar un color
rosáceo de piel. A partir de ese momento eché en falta mi querida maleta,
compañera fiel desde hacía cuatro años, y todas mis pertenencias personales,
aunque pocas eran.
El Señor no les había
concedido hijos, y eso que estaban dispuestos a recibir todos los que les
mandara. Su situación matrimonial no era buena, a pesar de las apariencias cara
al exterior, por lo que pensaron que con la adopción de un niño darían
estabilidad a su hogar y acallarían las murmuraciones que empezaban a
levantarse. Habían mirado con lupa mi “pedigrí”. Padres españoles, casados por la Iglesia Católica ,
sin vicios conocidos ni enfermedades transmisibles y, por supuesto, el informe
médico referido a mí. Pasaron los tres meses y no debí de comportarme mal,
puesto que legalizaron mi adopción. En el Registro Civil me inscribieron como José
María Espinosa de los Monteros Sandoval, antes García Morales.
Mi vida fue programada
desde el primer día. Proseguí mis estudios de primaria y secundaria en el
Colegio Tajamar, donde me enseñaron todas las materias comunes y un
conocimiento profundo de la religión católica. No fui un niño destacado ni para
mal ni para bien, aunque obtuve mi graduación con los demás compañeros. La
asistencia a Misa era obligatoria, así como a ejercicios espirituales y
convivencias en casas de la
Obra. Por expreso deseo de mis padres, ingresé en el CEU San
Pablo para formarme como médico y así, poder continuar un día los pasos de mi
bienhechor adoptivo. No puse objeciones ya que no me disgustaba orientar mis
estudios en la sanidad, siendo además una carrera vocacional en la que la
finalidad era mejorar la calidad de vida de las personas, así como tratar de
curar enfermedades y luchar día a día contra la muerte prematura. Una vez
terminada la carrera, me tenían preparado el MIR en la clínica privada de mi
padre, a lo cual me negué rotundamente. Quería conocer la lucha diaria en un
hospital público, donde enriquecería mis conocimientos con toda clase de
enfermedades comunes, accidentes y, sobre todo, con el trato con pacientes a
los que no había que llamar Don fulanito o Doña menganita y poder escuchar sus
sencillas historias familiares, sociales y morales. Me he emancipado
económicamente de mis padres y vivo en solitario mi futuro en un piso
alquilado, compartido por dos compañeros más.
He recibido un trato exquisito de mis padres
adoptivos, humano, severo y disciplinario, que ha formado mi espíritu
competitivo y luchador. Mi carácter, no tiene nada que ver con ellos. Me han
dado todo lo material que necesita una persona para su formación. También han
influido en lo religioso, aunque más en la teoría que en la práctica. Sé que
todos esos hogares de tránsito, con sus peculiaridades, sus defectos, sus
carencias o sus riquezas emocionales han ido llenando de sentido mi filosofía
de la vida, han provocado lo que soy hoy y me dejan entrever lo que quiero ser
mañana.
El pitido del busca
me avisa que un nuevo paciente precisa de mis atenciones como interno de
urgencias en el hospital Gregorio Marañón de Madrid. Un accidente de coche con
una pareja de novios afectada gravemente. Mi lucha es sacarlos adelante y que
puedan tener un futuro como matrimonio y como padres.
Rabo
de lagartija