Por
las noches sacudíamos el polvo de nuestro calzado, cansado de patear nuevas
viviendas a la búsqueda de la que mejor cumpliera nuestros sueños y que
estuviera acorde con nuestra economía. Acabamos mezclando las bonanzas de unas
y de otras y eliminando las que no cumplían ninguna de nuestras
expectativas. Fuimos cerrando el cerco y
al final. Nos decidimos por la que iba a ser nuestro nido.
Paredes
vacías, casquillos sin luces, cocina y baño con algunos elementos y toda la
imaginación para vestir nuestro nuevo piso. Con unos pocos ahorros compramos
los muebles y elementos imprescindibles para hacer habitables los 80 m2 en los que pensábamos
pasar el resto de nuestras vidas. Nacieron nuestros hijos y, poco a poco,
fuimos llenando de vida todos los espacios en los que aún faltaba bagaje para
darles utilidad.
Pasados
unos años, nuestros vástagos se hicieron adolescentes y, un día maravilloso nos
dimos cuenta que la nómina la recibíamos en su totalidad. Habíamos pagado la
hipoteca. Ya podíamos decir con orgullo que era nuestra casa. Renovamos
elementos que, con el paso del tiempo necesitaban ser reemplazados y empezamos
a llenar de comodidades nuestros espacios favoritos. Adornaban cortinajes,
lámparas, cuadros y demás ornamentación que personalizaba nuestra casa, a
diferencia de otras.
Los
chicos buscaron otros nidos a los que darles su toque personal, y dejaron de
ser habitantes de hecho, que no de derecho, de esos 80 m2 que habíamos
transformado con el paso de los años. Aunque seguimos llamando a algunas
habitaciones el cuarto de los niños, nos repartimos su disfrute y sus armarios
entre los dos que quedamos. Su ausencia cohabitó con nosotros un tiempo y, al
final, nos acostumbramos a vivir sin ellos en casa.
Últimamente,
cerramos su puerta por un tiempo en el que viajamos, tomamos vacaciones ó
simplemente pasamos el día fuera, cuando regresamos y abrimos la puerta,
miramos su interior con la alegría de que por fin aquella vivienda, piso o
casa, se ha convertido en nuestro acogedor hogar, forjado por esfuerzos,
alegrías, penas y ausencias y donde, actualmente, somos visitados y acogemos a
hijos, nietos, familiares y amigos y cada día nos sentimos más a gusto y
confortables.
Somos
conscientes que muchas personas, por los motivos que la vida los depare, sufren
el desahucio de sus cuatro paredes después de haber creado un hogar entre ellas
con recuerdos de toda una vida, sembrando la desesperación en sus corazones
bajo la frialdad implacable de la justicia de los hombres.
Rabo de lagartija
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