La violencia domestica. Hay
crímenes que se pueden estar gestando, asesinos en potencia que se cruzan con
nosotros por la calle, que gozan de nuestra benevolencia como vecinos. El
asesino no es un simple maltratador, entrenándose va poniendo a prueba a la
sociedad, a los jueces, a los policías.
Verificada la indefensión de su presa en el sistema,
asesta el golpe definitivo. Luego henchido en su letal soberbia se suicida o se
entrega, en la seguridad de que saldrá en las noticias. Todo el mundo sabrá que
fue lo bastante hombre para vengarse. Todos entenderán que la “maté porque era
mía”. Y todos los que están en la misma situación de odio, sabrán que pueden
hacerlo.
Cuando era pequeña, la
violencia domestica no era una rareza, sino lo común; malo pero aceptado. Los
curas ayudaban mucho en los confesionarios: “Aguanta por los hijos, prometiste
obediencia, por la indisolubilidad del
matrimonio, porque aunque te pega, es un buen cristiano, viene a misa cada domingo”, aconsejaban aquellos
buitres con faldas.
Las mujeres más allegadas también contribuían:
“Al fin y al cabo solo se pone así cuando bebe”. Los niños nos habíamos
acostumbrado a temer su ira: “cuando venga el papá escóndete, déjamelo a mí”.
De repente, un alarido en la noche. “Tranquila nena, no ha sido en casa, es la
vecina de arriba, anda duérmete”. Asumíamos con naturalidad la bondad de la
madre y la superioridad inapelable del hombre. Rey de la creación.
La ley franquista amparaba al
macho. Mataban ellos a sus mujeres igual que hoy, y eran crímenes pasionales en
el periódico. Si era al revés, se llamaba asesinato.
Las madres: “Nena deja a tu
hermano en paz, anda dale la pelota, no ves que es un chico, anda no seas boba”.
Y después: “Mamá mira, he quemado el piso con esa zorra y sus hijos dentro”. “Mamá, soy el rey del
mundo”.
QUIRÓN
No hay comentarios:
Publicar un comentario