El
sonido insistente del despertador no conseguía sacarla de su sueño. Por fin
abrió los ojos, se desperezó y se sentó en la cama dispuesta comenzar la
tarea de un nuevo día. Fue a la cocina y preparó el café mientras despertaba a
los niños.
Comenzó
a programarse la jornada: Les llevaría al colegio como todos los días, después,
como todos los días, se pasaría por el mercado para comprar algo de fruta o
leche, o pan de molde, siempre había algo que comprar. A continuación llegaría
a casa, y como todos los días, pondría la lavadora y, mientras ésta realizaba
la colada, haría las camas. Seguidamente, y como todos los días, pondría la
comida que se fuera haciendo y mientras,
pasaría la aspiradora y limpiaría el polvo, como todos los días.
La
lavadora ya habría terminado todo el ciclo, así es que tendería la ropa, como
todos los días. Y ya casi sería la hora de que los niños salieran del colegio,
con lo cual, y como todos los días, los recogería. ¡OTRO .DÍA IGUAL! Comenzó a
darse prisa y realizó las tareas que tenía en mente, con una terrible desgana.
Estaba harta. No soportaba la monotonía. Le
agobiaba la rutina. ¿Qué podría hacer para dar un vuelco a su existencia?
Se
puso a pensar qué habría sido de su vida si se hubiera casado con el hijo del
boticario de su pueblo. La pretendía desde que era una niña, y su madre la
animaba a que se pusiera en relaciones con él. Pero es que a ella no le gustaba,
y por más que le decían “es un buen partido”, nada, a ella no le llenaba.
¿Por
qué no haría caso a su madre?
Ahora
recordaba con cierta envidia a su amiga Maribel, que se había convertido en la
esposa de su antiguo pretendiente. Ella
sí que había tenido suerte. Asistenta tres veces a la semana, miembro del club
de campo al que asistían todas las mujeres pudientes del pueblo, disfrutando de
maravillosos viajes, que su detallista marido organizaba de cuando en cuando.
Pero
Alejandra en aquel momento sólo pensaba en el amor, y Rodrigo no le hacía
sentir esas mariposas en el estómago que sintió cuando al llegar a Madrid, conoció
a Pablo, que pronto se convertiría en su marido. No importaba que Pablo
trabajara en una fábrica, ni que no tuviera carrera. Cuando se veían todo eran
mieles y besos, música celestial acompañaba cada uno de sus encuentros.
Evocando
un poco sus recuerdos, revivió los cinco años de casada. No la importó dejar su
trabajo para dedicarse enteramente a la casa, a sus hijos y a su marido. Ella
así era feliz y la habían educado para ello, con lo cual se sentía realizada.
Pablo
no podía ser mejor marido. Siempre pendiente de ella y de sus hijos. Cuando
llegaba a casa después del trabajo, se deshacía en elogios para su esposa y le
encantaba jugar con los niños. ¿De qué se quejaba? No tenía derecho.
Siguió
divagando sobre su suerte, y llegó a la conclusión de que lo que ahora le hacía
infeliz, era la rutina. “La monotonía
mata el amor y la alegría” se dijo, y eso es lo que le ocurría a ella. Habría que
encontrar alguna fórmula que le permitiera compaginar sus tareas de casa,
atender a sus tres hijos y a Pablo, con una actividad que a ella le llenara.
Necesitaba tiempo para sí misma.
Convencida
de su reflexión, dejó a los niños en el
cole y se dirigió al centro cultural de su distrito, para ponerse al corriente
de cuantas actividades impartían. No se podía creer que quisiera añadir a todo
su trabajo alguna tarea más. Ojeó los folletos que se encontraban encima del
mostrador de información.
.
Curso
de corte y confección. Este no, ya había cosido bastante confeccionando ropa a
los niños. Taller de bordado y filtiré. Tampoco, sabía bordar desde niña, lo
había aprendido cuando iba al colegio de las monjas. Curso de cocina. “Podría
yo enseñar tal asignatura”, se dijo. Encaje de bolillos. Pero bueno, ¿es que
las únicas actividades que impartían en ese centro eran las del ama de casa
perfecta, de toda la vida? “En cada una de esas áreas, tenía yo matrícula de honor”. Pensó.
“Les podría enseñar a todos”.
Salió
del centro cultural contrariada. No era eso lo que ella buscaba para evadirse
de su rutina. Se puso a contemplar el cielo que amenazaba lluvia, y según
bajaba los ojos se paró su vista en un balcón del primer piso de un inmueble,
conocido de toda la vida, pero que ahora pendía de él un enorme cartel en el
que se leía: “Se dan clases de guitarra”. Se ilusionó al ver el anuncio y pensó
que, tal vez eso, era lo que andaba buscando. Siempre había tenido inquietudes
y la música era una de sus aficiones favoritas.
Sin
esperar el ascensor subió al primer piso excitada: había encontrado lo que
buscaba. Salió a recibirla un joven muy amable que la informó sobre el curso. Le
convenció el horario y el precio, y salió de la casa llena de ilusiones. Por
fin iba a realizar uno de sus sueños de juventud. “Nunca es tarde”, se dijo, y se dirigió a su casa con
paso ligero. Había perdido mucho tiempo divagando sobre su vida y tratando de
resolver el pequeño problema que le acuciaba. Ahora tendría que darse prisa en
realizar sus tareas, o le pillaría el toro.
Tan
absorta estaba en sus pensamientos que tropezó con el bordillo de la acera y
cayó al suelo.
La caída la despertó. Había estado soñando, y
se había caído de la cama. El despertador le estaba anunciando la toma de las
pastillas de la tensión, el sintrón y el azúcar, y Alejandra se había quedado
dormida de nuevo. El dolor que sentía en la cadera le hizo pensar que quizá
podía habérsela fracturado .Buscó en su pecho el botón que le permitía ponerse
en contacto con el centro de atención para mayores y, mientras lo hizo, pensó
¡“Cuanto daría por volver a aquella maravillosa rutina!”
LUNA
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